Mostrando entradas con la etiqueta Patagonia en bicicleta. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Patagonia en bicicleta. Mostrar todas las entradas

viernes, 26 de junio de 2015

Solo


No es posible describir el color del agua del río Baker. Es algo parecido al verde lechoso como consecuencia del encuentro con aguas procedentes de los glaciares.

Cala Tortel está en la desembocadura del río sin parecerlo, pues un sinfín de montañas colmadas de bosque se interponen con el océano Pacífico. Un laberinto de canales se ocupa de desdibujar al río y su extraño color hasta que solo queda mar sin nada en el horizonte.

Traté de ser el primero en recoger mis bártulos y vencer todas las escaleras de Tortel porteando por partes y en relevos la bici y su equipo. Pero al terminar ya estaba el ciclista suizo en lo alto listo para alejarse de mí.

Es seguro que no hay otro rumbo que el norte ni otra ciudad de destino que Cochrane, la pequeña capital de la provincia de Capitan Prat. Pero a pesar de tener en la cabeza el mismo plan ni él ni yo hicimos ningún gesto para formar equipo. 


Nos conocíamos de la cena en la noche anterior y podíamos comunicarnos bien en francés pero desearnos suerte fue lo único que nos dijimos. El emprendió la marcha mientras ajustaba mis alforjas.

El viento en la espalda me ayudó esa mañana y aún más la competición con un perro solitario que al verme llegar emprendió una carrera intentando mantenerse a una cierta distancia por delante. Bajé mi cabeza y empujé mis pedales tocando el timbre a intervalos regulares. Mi mensaje para el perro veloz era: Sigo aquí.

Se cansó y se echó a un lado. Pasé rápido delante de su mirada inquieta y seguí tocando el timbre para hacerle entender que no tenía nada que temer. Mi pedaleo no iba con él.

Al poco encontré al suizo almorzando sobre un árbol enorme y vencido junto a la carretera. Le acompañaba otro perro. Me explicó que le había seguido y que habían fracasado todos sus esfuerzos por abandonarle. Probé algunos trucos incluyendo la posibilidad de que por ser chileno el perro entendiera mejor el español y se diera por despedido. No fue así.

Me despedí del ciclista con la inquietud de que el perro me tomara por un relevo y escogí para hacer el almuerzo, por si las dudas, un rincón no visible desde la carretera. Desde lejos vi como el suizo y “su” perro sobrepasaban al poco mi posición.

Antes de salir de casa valoré la decisión de de hacer la ruta en solitario. Para tranquilidad de todos contaba con la posibilidad de armar una sociedad de intereses con otros cuando lo aconsejara la dificultad prevista de una etapa. Incluso planee detenerme en un lugar a la espera de otro ciclista cuando la información disponible anunciara algún peligro.

En casi setenta días en la ruta no sentí la necesidad de rodar en compañía. Ni siquiera me pareció que el suizo, tan solitario como yo en la partida, disfrutara con la compañía del pegajoso perro.

En algún momento los dejé atrás ese día y al encontrarme a otro ciclista, que me alcanzó al final de la etapa, y preguntarle por el suizo me dijo: El del perro?

Más tarde supe que en ese tramo hay varios perros que han tomado gusto a acompañar a los ciclistas que hacen la carretera austral. Avanzar algunas horas con uno y toman otro rodador como compañía de regreso. 


No pude culminar la etapa aquel día y apurado por la oscuridad que se me venía encima acampé bajo una lenga cercana a la carretera que quedó, al poco tiempo, vacía y en silencio. Pensaba en el contraste entre lo que me gusta rodar solo y como al final del día celebro encontrarme con la animación de un hostel repleto de viajeros o con gente con la que conversar en un café.

Repasé la jornada y tuve un recuerdo para el perro y su suizo. Compañeros de todo el día. En cambio, en la noche, yo seguía solo.

sábado, 4 de abril de 2015

Sopaipilla

Mi remolona y feliz salida de O'Higgins se disolvió por completo en el cruce del río Mayer. En ese punto, tras los hierros,  desaparece el rastro humano y el paisaje se llena de agua, de rocas y de soledad. No hay cartel alguno. pero bien podría haberlo con esta sola advertencia: Entra en el camino austral. Abandone esa sonrisa que lleva en la cara y cuide de no caerse y llegar entero al final. Suerte.

El bosque y la montaña parecía como si me engulleran con parsimonia para devolverme quien sabe en que paraje. El aire era silencioso, mojado de tanto en tanto por el ruido de las cascadas y allí, en esa sola compañía, vas tú envuelto en tus pensamientos como si fuera un cortavientos, la mirada fija en el ripio como navegante que sortea escollos y bajíos y el paisaje deseoso de que pases de una vez y quede todo de nuevo en nada y en nadie.

Tras 51 km., sin poesía  alguna, me eché a un lado y me dispuse a pasar la noche en el refugio Shelter. Es una cabaña de madera hecha con más buena intención que maestría pero con chimenea, mesa y catre. Eso si,  bien ventilado por todas las rendijas posibles. Pudiera ser que esa noche no hubiera nadie en medio centenar de kilómetros a la redonda si no hubiera dejado a un ciclista Loreno al borde de la carretera, un kilómetro atrás, cuando el cielo parecía que se echaría definitivamente a llover.

A pesar de echarme encima toda la munición de abrigo que poseía pasé frío. Bastante. Bien desayunado salí en la mañana con unos 80 km por delante y bien poca información sobre el terreno que me esperaba hasta que encontré a un joven de Lérida y su desfallecido alemán de escolta. El muchacho venía con la luz de reserva encendida y aterido. El teutón, peor, estaba enfermo y desorientado. El encuentro fue breve, lo justo para el saludo y el intercambio de penurias y esperanzas. Ellos se fueron felices sabiendo que había un refugio a pocos kilómetros y yo pensativo con las insistentes cuestas que me esperaban y que habían maltratado de esa manera a aquellos inocentes viajeros. Su información era correcta. Un tormento de rampas vivas y collados envueltos en niebla, frío y silencio. Por momentos parecía que la nieve bajaría de su cota veraniega y se acercaría hasta la misma carretera  a ver mi huidizo paso. Al final de ese día llegué bien cansado a la sala de espera de Puerto Río Bravo, solitaria bajo la leve lluvia, con un banco enorme, agua y un baño. Verdaderamente un hotel para un ciclista cansado.

La mañana se alegró con la llegada de la familia de expatriados franceses que había conocido el El Mosco y mi amigo Diego, flamante a bordo del mismo vehículo. Me persuadí entonces de seguir hasta Caleta Tortel y les perdí de vista al otro lado del fiordo Mitchel.  Llegué pronto al pueblo, en la desesembocadura del río Bayer y, pese a las informaciones y  las muchas escaleras que hay por doquier, me animé a portear bici y equipo y armar mi carpa en el camping. En efecto el lugar carecía de sanitarios, agua corriente y cualquier confort por lo que le concedí al momento el título del peor camping del mundo que yo haya probado......desde 1976!!!


¿Negro el panorama? No. En absoluto. Ahí estaba Paulina. A escasos 100 metros del terreno estaba la humilde casa de esta mujer que suministraba a los viajeros de todo lo que el camping les negaba; los baños, una ducha caliente a precio asequible, el agua potable para cargar tus botellas, comidas y cenas por encargo a dos euros y sopaipillas.  Esta delicia chilena es un pastel con apariencia de empanadilla rectangular, hecho con una masa semejante a los churros pero más ligera y con el interior hueco. Todo ello rebozado con abundante azucar pulverizada que aquí llaman flor.Si. Me comí unas cuantas. De hecho cada vez que pasaba me daba el gusto.


Aquella casa, en su extrema humildad, me resultaba muy acogedora. Tanto, que me apunté a una comida por encargo de abundante plato único de tallarnes con tuco (salsa de tomate y pescado desmenuzado) y,  por supuesto, sopaipillas de postre. Al terminar la colación pedí permiso para sacar mis útiles de costura y rematé todas las labores que tenía pendientes. Mientras pasaba la tarde y caía remolón el día. Sentía el el murmullo de la cocina y la reposición de leña para mantener el fuego acompañando mi tarea costurera. Mientras Paulina y su marido amasaban para una vez más para colmar la fuente de sopaipillas en venta.





 

miércoles, 25 de febrero de 2015

Paz en El Mosco. O´Higgins


La larga tregua de Chalten no podía durar para siempre. Casi no quedaban excursiones que hacer a las montañas que rodean al Fitz Roy. Mis amistades en el hostel se renovaban y cada día terminaba por probar alguna receta o sentarme a compartir mesa con otros. No digamos el imán poderoso de mi querencia a la casa de ciclistas de Flor.

Nada difumina más el espíritu de este ciclista de travesía en solitario que una temporada sumergido entre tantas comodidades de cuerpo y alma. Así que a regañadientes dejé aquél paraíso para sustituirlo por los infinitos cantos sobre los que hay que rodar en el ripio de Chalten al Lago del Desierto.



Salvo para mis imparables amigas Lluna y Clem, ciclistas suizas de 19 años, la travesía desde el Lago del Desierto a Villa O'Higgins es una buena tunda. Singularmente el ascenso desde la punta norte del lago hasta el hito de la frontera con Chile. Son 6 km de subida por un sendero no apto para bicis en los que empleé 5 horas de un día grisáceo en dar cuenta del triple recorrido de subir por tramos la bici y regresar a por el equipo para el tercer recorrido.

No encontré otra idea para que el ánimo no se me doblara que no tomar descanso hasta culminar la ascensión. Mi disgusto ronroneaba queriendo tomar cuerpo, pero conseguí relegarle a tratar sus malas pulgas con mi fatiga que, en ayunas, andaba también bien malhumorada.

Más allá de estas emociones, la senda es un asco, trazada y mantenida por el diablo de los ciclistas. Ese mismo que se entretiene enviando contra nosotros todos los vientos del mundo cuando, confiados, nos adentramos en la estepa patagónica de Argentina.

Lluna y su amiga hicieron la misma ruta algunos días después con buen sol y me contaron que se habían divertido mucho. Quizás por ir juntas?, dijeron. Quizás por sus 19 años? El caso es que los vídeos que me mostraron acreditaban como se lo pasaron de bien burlándose del diablo.

Llegado a Chile hay una ruta de ripio pero con formato de camino. La travesía está entonces vencida y no queda más que esperar un barco para atravesar el Lago O´Higgins. En el muelle una israelita charlaba con un tipo enjuto y barbudo, con una abultada mochila y cara de fatigado. Español de Madrid tan solo le saludé y le dije: Tendremos que hablar, mientras procuraba que nada de mi equipo quedara fuera del embarque..

El pequeño puerto de ese ramal del Lago está erigido solitario en un borde áspero y arbolado a 7 km. de la Villa. Así que yo aún ajustaba mi equipo cuando todos, hasta la tripulación del barco´habían abandonado el lugar.

Pedaleé con calma cautivado por el lugar, el río Mayer, el camino tan solitario y, me parece a mí, que fui el último viajero en llegar ese día a Villa O'Higgins.

No fui admitido al primer intento en El Mosco, un alojamiento que incluye camping, hostel y hostal. Fue cuando acudí como perro remojado a por un poco de señal de wifi cuando Carmen me pidió que, puesto que ya había armado la carpa en otro sitio, no dejara de volver al día siguiente.


A la mañana levanté mi campamento y me instalé en El Mosco para uno o dos días. Allí estaba Diego y rápidamente hicimos buenas migas y un pequeño grupo nacional con carmen y Manuel. El lugar es bueno en sus condiciones generales y en los servicios que un viajero puede necesitar, pero es extraordinario en el clima de relación que se establece entre la gente, a pesar de que constantemente se renueva la población del alojamiento. Es un misterio cuales son las hadas que hacen de aquél lugar un paraiso: El hada de los muchos ciclistas que arriban buscando información, relatando tormentos de ripio o pidiendo una buena opción para resolver una avería; el hada de los jóvenes que surfean entre olas de energía y optimismo contagiosos; o el hada del fundador de esa casa, el ya desaparecido Jorge Salgado. Nadie lo sabe pero Diego y yo repasábamos cada tarde los argumentos para reanudar  la marcha para, al poco, ser vencidos sin resistencia por cualquier buena cena.

Manuel, Diego y yo en la cocina de El Mosco
Resultó ser que Diego sabe hacer pan y tuvo la generosidad de enseñarnos a mí a los otros muchos que rápidamente se interesaron. Tomé en aquella escuela de tan buen maestro el conocimiento más práctico de todos los que llevo aprendidos. Ahora sigo con la impaciencia de enseñar a mis sobrinos a mi regreso a España.

Mi móvil se ha poblado de nombres para atesorar: Diego de Madrid, manuel de Santiago de C., David de Colorado, Cristie de Sacramento, Ruth de Viena, Heidy de Salzburgo, Antonio de Santiago, Enrique de Las Palmas, Fili de Chile, Samuel y Flo de Berna, ...etc.











lunes, 23 de febrero de 2015

Flor

Durante los ventosos días de rodar hacia el sur dejé un hueco de calma entre mis atareados pensamientos para Chalten, el último pueblo antes de entrar el Chile. Ese nmbre entre campos de hielo, esquinado y remoto, flotaba de manera estimulante entre las referencias como un lugar apacible, de montaña a mano y otras incontables ventajas.

Pero llegar al oasis me iba a costar mucho: Ya rumbo al norte y lejos de Ushuaia pedalear desde El Calafate, durante 220 km. sin pacto posible con el viento y dejar caer mis huesos en un agujero, literal, en un campo vacío y batido por todas las soledades.


Así, algo maltrecho, es como llegué con un día de adelanto a Chalten, en donde mi reserva de hostel aún no tenía vigencia.

Busqué entonces la casa de Florencia, Flor, en los Charitos, en lo alto del pueblo. Me recibió Daniel, un ciclista colombiano y me acomodó provisionalmente en ausencia del alma del lugar. Luego conocí a Ana María, la madre, a los hijos Tadeo y Fernando y a otro ciclistas como el austriaco lleno de energía Benjamín.


Como hago siempre al llegar a un lugar, fui silencioso y lento en mis movimientos, poco hablador y atento escuchador, a la espera de que pasara sin prisas ese tiempo impreciso en que el que llega deja de ser un completo extraño y las personas y el propio lugar empiezan a aceptarle. Esta es una evolución de la climatología humana por completo impredecible.

En cuanto me enteré de que el estilo de la casa es el de usar la cocina pero para producir alimentos a compartir, me apliqué a la tarea de hacer un buen arroz al estilo de los obreros de Río Grande y con el cariño que pongo cundo cocino para mi numerosa familia Tuesta. Todos quedaron muy complacidos y satisfechos.

En la sobremesa leí varios cuadernos que Flor me mostró, en los que los viajeros habían dejado sus agradecimientos y que me parecieron tan interesantes como probablemente, pensé entonces, exagerados.

Me fui a mi hostel al día siguiente y me sumergí en la confortable vida del turista de habitación compartida y con derecho a cocina. También nuevos amigos, caminatas largas y reconfortantes, recetas a incorporar y el disfrute de la inagotable energía que te regala el contacto con los jóvenes.

Pero.......al terminar el día encontraba la excusa para pasar por casa de Flor: Llevaba unos panes dulces con los que acompañar un café de media tarde; echaba cuentas del variable  tamaño de la familia para ir a cocinar un arroz a la cubana y pretextos varios por el estilo para recogerme en familia.

Esta es una de las experiencias más humanas e intensas del viaje. Penetrar en el afecto de otros, tomarles cariño y dejarse querer. Esta intimo regalo que reservamos, tímidamente, para la familia. ¿Cómo no sorprenderse con quienes te envuelven en este territorio de familia sin tener ningún título para hacerlo? Tan gratuitamente!!

Me sentí muy feliz en casa de Flor e hice cuanto pude para hacer felices a los demás. No se me ocurre mejor ocupación en cualquier día en cualquier parte.





viernes, 23 de enero de 2015

Las últimas pedaladas para el sur


Llegué muy cansado a Ushuaia por culpa del viento, que me obligó a detenerme en varias ocasiones el último día de este trecho.


Era inevitable pensar en el por qué hasta allí, Ushuaia. La verdad es que no tengo respuesta y no me agobia. Tendrá que ver, supongo, con los lítmites. Al menos desde los griegos sabemos de esa indagación humana sobre el principio y el fin.

Más allá de la filosofía llegué a ese lugar del que hasta hace unos años nada sabíamos de su existencia y que hoy atrae a millares de jóvenes que, como yo, sienten la emoción construida por otros de que es el lugar más al sur al que se puede llegar por carretera en este planeta nuestro.

Lo que si fue un refugio del alma y del ciclista fue mi noche anterior en la soledad de una cabaña abandonada en el Lago Escondido y encontrado despues de abandonar Tolhuin y rodar 60 km contra el viento. Solo en el bosque, visitado por un policía en su ronda  y sintiendo un estado de calma completa dormí como un ser vivo más del lago, sin molestarnos.

En la panadería del Tolhuin van goteando los ciclistas durante toda la tarde. Tantos que cuando yo me hube instalado fui comisionado por Emilio, el altruista panadero. para ir acomodando a los demás. Sin número máximo. Esa noche de enero nos juntamos allí ocho ciclistas.

El viento me obligó a partir en dos trozos los 110 km de Río Grande a la panadería. Justo en medio está el cabo Auricosta y el bosque en el que acampé en solitario y pude sacar las fotos de la entrada anrerior del blog.

El vigilante, Alldo, me acogió en su galpón lleno de soledad y mapas y me soltó de un tirón las muchas horas de conversación contenida que había acumulado desde el último visitante distinto de los zorrillos que merodean por el bosque.

Tan solo tenía que levantar mi cabeza, de rato en rato, de mi cazuela de arroz y judías. A la mañana fue tal su ansiedad por mi marcha que a pesar de que alargué el desayuno se empeño en amenizarme la recogida con una nueva cháchara matinal e imparable. Tanto perdí la concentración que dejé en los árboles el cordin que me acompaña en todos mis viajes. La única baja hasta este momento en mi equipo.



Dejé este mensaje en la pared de la cabaña


martes, 20 de enero de 2015

miércoles, 14 de enero de 2015

Sonrisas



La inmensa estepa está, curiosamente, llena de vallas de espino y cierres que delimitan las propiedades
Hoy estoy de descanso en Río Grande, Tierra de Fuego, y es el día de los contrastes.

He cesado de surcar la ruta, se han detenido las horas solitarias y el viento, incesante, azota ahí fuera. Por un día el vendaval no es capaz de encontrarme, aquí escondido entre la gente.

Yo estoy disfrutando de la compañía de otros ciclistas. Apretados alrededor de la mesa grande de la cocina del hostel reponiendo fuerzas con conversaciones, con miradas de ida y vuelta, repartiendo sonrisas y escuchando mil historias de carretera y de las vidas de cada uno.

Es una camaradería instantánea la que se crea y no sorprende, por tanto, que surjan  buenos consejos, alguien tenga la herramienta o el conocimiento que otro precisa o el mate pase de boca en boca en el galpón junto a nuestras máquinas, esas en las que viajen ahora nuestras metas.

Seguramente soy el ciclista que más disfruta. Ninguno de mis amigos Antonio, Yoda, Ariel, Alejandra, Jorge o Silvio Muchut llega a los 40 años por lo que mi recarga de vitalidad resulta la más ventajosa, como siempre que uno se anda entre jóvenes esforzados.

El viento continúa su camino sin nosotros. Por ahora.

El momento feliz de protegerse y hacer un bocadillo 
En medio del vendaval, con el que rodaba muy rápido sobre el ripio el primer día de esta etapa, aparecieron erguidas sobre la línea recta y áspera del horizonte cuatro figuras, que resultaron ser ingleses, detenidos justo en el único grupo de castigados árboles en 160 km de grava. Incapaces de seguir una pedalada más en dirección a Porvenir y, por tanto, contra el viento, después de la jornada que debían haber sufrido. Yo, entonces, ya tenía urgencia por salir de la intemperie, armar mi tienda y hacer la cena rodeado de ropa limpia, pero les puse al corriente de lo que les esperaba y de la posibilidad de que el viento amainara de noche, a partir de las 11. Decidieron montar sus carpas, descansar y esperar a la noche para surcarla con sus luces. Pero el viento no se acostó esa noche y a las 7 de la mañana les oí trastear y marcharse en ese preciso momento en el que supieron que de nada les iba a servir esperar.

Pero también hay sonrisas. Si cualquiera en coche adelanta a un ciclista verá que sonríe. Probablemente tiene buenas razones: Siente bien su cuerpo mientras rueda, su mente navega entre planes de paradas reparadoras, grandes platos de comida con huevos y patatas al terminar la jornada y colchones mullidos en habitaciones confortables.

Si ese ciclista pedalea en Tierra de Fuego y sonríe tendrá otra poderosa razón para hacerlo: el viento aún no le ha vencido. Ahí sigue, pedaleando hacia su objetivo.
Jorge, Jose, Alejandra, Ariel, Silvio, Yada y Antonio. Río Grande.

sábado, 10 de enero de 2015

Hacia Magallanes

Como perros en la carretera.

Si un ciclista que viene de frente se cruza y se va arrimando a tu lado al verte es que ya solo le falta menear el rabo. No puede ser más amistoso el gesto y tan de agradecer en esta estepa patagónica.

Así me pasó de buena mañana y por vez primera en este viaje, al salir de Cerro Chico en la segunda jornada del trozo Natales-P. Arenas. Como quiera que la ciclista me saludó en francés les fui dando hebra a una pareja entrada en años (más aún que yo) cordial y animosa que pilotaban un tándem. Cuando me preguntaron mi origen y les dije que era de España se terminó el francés. Vivían desde niños en Avignon pero eran de Lorca y Sevilla respectivamente. Les pasé una información valiosa sobre un buen lugar para descansar al termino de su etapa y les vi alejase llenos de ánimo. Seguro que luego tuvieron muy buenos pensamientos de vuelta.


Cada persona que encuentro en estas etapas alcanza de inmediato una gran categoría debido a la escasez de seres, humanos y de cualquier otra especie. Así sucedió el primer día desde Natales. Me deleitaba en el Hotel Rubens, un inesperado hotelito de campagne junto al río, con un café que estiraba para no volver al viento, cuando un viajero solitario chileno se me vino de frente a charlar sobre viajes, bicis, furgos, españoles y más cosas. Dejó una imagen en mi cabeza que me hizo disfrutar muchos kilómetros más allá del apacible Río Rubens: La de él y su padre acampando en vacaciones cerca de aquél lugar.

El viento arreció a mi espalda por la tarde, de modo que a las 3 ya estaba en Cerro Chico, a 92 km de la salida. ¿Podía seguir? ¿Aprovechar el viento favorable y cubrir esa tarde una mayor distancia? No. Dí por terminada la etapa. En este viaje afino cada decisión que tomo para ganar en seguridad, por eso me quedo en cada dilema del lado de la prudencia y así aminoro los riesgos. Pero no solo hay razones, también influyen emociones como el raro encuentro de una cafetería en el camino, entrar en un ambiente cálido en el que René me aseguró una buena cena y en donde tienen una casita, destartalada pero en pié, que puede utilizar el ciclista para pasar la noche.


En el segundo día me encontré tan recuperado que casi alcanzo de un tirón Punta Arenas. Hice 134 km. en el día pero, eso sí, los últimos bastante desvencijado. La culpa fue de un joven que encontré trabajando en una gasolinera en Gobernador Philippi, un solitario cruce de carreteras, y de un pequeño café que parecía cerrado y del que luego tanto me costó salir. El local era una cabaña caldeada llena de colecciones de coches en miniatura, cometas, máquinas de escribir y otros muchos enseres. Le cogí bebida al hombre y preparé mi bocadillo. Sin clientes en el surtidor, el chileno se me sentó en frente a hablar de mil cosas y aliviar su soledad, distinta de la del ciclista, pero seguro que más crónica. Al rato de conversar y ponerme al corriente de sus ideas de negocio me contó que le sacaba partido a las papas congeladas con una sencilla freidora. ¡Patatas fritas! ¿Aquí, en la carretera? Le pedí de inmediato una ración y me puso tantas que le persuadí para que me acompañara. Mano a mano los dos. Casi las terminamos!!


Debía haberme quedado en la gasolinera pero tenía una buena dirección para plantar mi carpa en las cercanías de Punta Arenas. Fueron tres malas horas de viento en frente y mucho tráfico. De esas en que el cansancio te manda avisos de agotamiento de sonoridad creciente: Un cambio mal hecho o a destiempo, una cuesta que se estira como goma, paradas más frecuentes, etc. Al fin llegué a Cabañas Jacqueline y allí estaba ella, sus padres y su abuela para darme un acogimiento familiar, que un ciclista que ha pasado las últimas trece horas en la carretera agradece como un niño un confortable regazo. Me dejé mecer.

Salí el viernes sin prisa alguna por hacer los 14,5 km restantes del tramo. Un paseo. Mi cabeza ya estaba organizando los suministros, un hostel confortable para regalarme un día de descanso, una lavandería a mano. Pensamientos de ciclista. El domingo me espera el Estrecho de Magallanes que cruzaré en un ferry rumbo a lo que aquí llaman "la isla", Tierra de Fuego.

He cubierto todo el primer tramo, de los 5 que tiene mi travesía, desde El calafate hasta aquí. 530 kilómetros con viento pero sin contratiempos.