Hace unos días llovió en Vietnam. Por primera vez en más de 120 jornadas y aunque fuera poco llovió.
No es el caso de hoy. Tiempo sereno en Bangkok. Sol, versión fuego,
trepando hacia los 35 grados.
Mientras entretengo mis últimas horas para subir al avión que me devuelve a
España llueve ahora de otra manera.
Y lo que ahora cae, como agua que jarrea tras los cristales, son miles de
imágenes rápidas que recorren mi pensamiento, calando. Los rostros de tanta
gente como he tropezado, casi borrados algunos y nítidos y brillantes otros,
que no han dejado de mirarme.
Si me emociona viajar es por el contagio.
Las manos que he estrechado reteniéndolas un instante, las miradas
pacientes hasta tener la sonrisa por respuesta, la gente que guardó un último
cazo de caldo para hacer una sopa sabiendo que llegaba, como acostumbran a
hacer los clientes, los que de un día para otro aprendían palabras nuevas en
inglés para darme de nuevo la bienvenida. Gentes rápidas como los
vietnamitas, dulces como los camboyanos, lentos como los laosianos o modernos
como los tailandéses. Todos ellos me han contagiado
La gente me ha regalado un rato impagable de su vida. Me he sentido
verdaderamente en casa.
Nada de aviones. Realmente salgo de Asia pedaleando en alguna de mis
bicicletas de alquiler y rodeado de niños que quieren, de nuevo, jugar conmigo.
Bangkok, 27 de febrero de 2013