Hace 20 días no sabia en donde estaría ahora. Pendiente de unos resultados médicos, a diez mil kilómetros de distancia, me deslizaba por el viaje a Vietnam sin tan siquiera un billete de avión de vuelta, ni tampoco una ampliación de la estancia en Asía. Vivía la incertidumbre aunque sin agobio.
La llegada de los resultados me cogió desnudó. Solo llevaba puesto el propósito de ir a Filipinas si se podía y nada más. Ni billetes de avión, sin un mínimo plan de viaje, ni reserva alguna de alojamiento y sin el imprescindible billete de salida y vuelta a casa.Entonces tuve que componer este viaje sobre la marcha. Saqué mis billetes de avión, extendí la cobertura temporal de mi seguro de viaje y reservé los primeros días de alojamiento en Manila. También eché mano de algunas lecturas previas, de un interesante recorrido de Ramón Vilaró en su relato periodístico “Mabuhay. Bienvenidos a Filipinas” y pocas referencias más. Si acaso, no incorporar las islas menores por los largos desplazamientos y mi desinterés creciente por la vida playera. Me centraría en Luzón.
Pero lo que lleva más tiempo, trazar un mínimo plan de viaje no lo tenía. Qué raro para alguien tan minucioso o como dicen en Argentina, “proliijto ”. Con esos mimbres armé con urgencia el itinerario: 6 objetivos para 26 días. Manila, Baler, Baguio, Benaue, Sagada y Vigan. Los temas que me planteé fueron tres: la huella de la presencia de los españoles en Filipinas, la vida rural y los empeños de los constructores de arrozales en terraza y, por último, la inspiración del fotógrafo Masferré y sus imágenes de los pueblos indígenas de la Cordillera.
Salí de Manila y de su caos de los primeros días que, prácticamente, los pasé refugiado en Intramuros, el recinto histórico amurallado con tráfico restringido y en la biblioteca del lnstituto Cervantes.
Un autobús nocturno me trajo a Baler, la primera parada del viaje por Luzón.
Baler es conocida en estos tiempos por los tifones que la azotan con inclemencia en su costa llana y abierta al Océano Pacífico. En otros tiempos fue el pueblo donde tuvo lugar la resistencia, al únoco amparo de una iglesia, de los “Últimos de Filipinas”
También llamados “los héroes de Baler” resistieron un asedio de guerrilleros indígenas prácticamente durante un año en 1899. Se da la circunstancia de que la guerra insurgente contra las tropas españoles había terminado un año antes y mediante el Tratado de Paris España vendió simbólicamente a los Estados Unidos el archipielago por unos pocos millones de dólares. En el paquete se incluían Guam y Puerto Rico.
Un autobús nocturno me trajo a Baler, la primera parada del viaje por Luzón.
Baler es conocida en estos tiempos por los tifones que la azotan con inclemencia en su costa llana y abierta al Océano Pacífico. En otros tiempos fue el pueblo donde tuvo lugar la resistencia, al únoco amparo de una iglesia, de los “Últimos de Filipinas”
También llamados “los héroes de Baler” resistieron un asedio de guerrilleros indígenas prácticamente durante un año en 1899. Se da la circunstancia de que la guerra insurgente contra las tropas españoles había terminado un año antes y mediante el Tratado de Paris España vendió simbólicamente a los Estados Unidos el archipielago por unos pocos millones de dólares. En el paquete se incluían Guam y Puerto Rico.
Aquella resistencia numantina e inútil de un puñado de soldados ha permanecido en el recuerdo más aquí, en Baler, que en España, en donde la gente más joven desconoce esta historia. No así en esta pequeña ciudad que tiene un interesante Museo casi por completo dedicado a aquel episodio y que celebra cada año una fiesta de hermandad de los contendientes.
Años atrás se rememoró la resistencia y sus padecimientos en una película de 1945 de cierto éxito, especialmente por la canción compuesta ex profeso para la cinta “Yo te diré”. También más recientemente, en 2016, se filmó una nueva película con un distinto enfoque: “1898. Los útimos de Filipinas” que tuvo apenas trescientos mil espectadores.
Mis días aquí han sido provechosos y no solo en lo que a rememorar aquellos sucesos se refiere. He superado una amenaza que sobrevuela al viajero de mochila y es reservar con poco tino un alojamiento inaceptable, por debajo de mis umbrales de confort, ya de por sí bajos. Las carencias del lugar, empezando por no disponer de agua corriente, eran descritas sin vergüenza por la propiedad como “el típico campamento filipino”
También he sacado jugo al alquiler de una scooter, que me ha permitido desenvolverme por los alrededores y empezar a entender algo la manera de vivir de estas gentes de la provincia costera de Aurora. Singularmente en domingo muchas familias alquilan una palapa en la playa y pasan el día compartiendo los guisos y bebidas que han traído de casa. En mi recorrido, me acerqué algo hambriento a un puesto en el que vi viandas y que interpreté como de comida de calle. Allí que me senté y comí frugalmente. A la hora de ir a pagar, ante su negativa a aceptar ningún dinero, comprendí que me había auto invitado a la comida dominical de una familia.
Por lo demás el viaje se ha ido asentando. Sucede esto cuando te empiezas a adaptar, desenvolviéndote en las rutinas diarias que te dan tanto amparo: los horarios de los filipinos para las comidas y para aprovisionarse en el mercado, las costumbres en la caída del sol y, con ella, la recuperación de una temperatura más humana.
Ya tengo más confianza en esta aventura, en gran medida improvisada, y encaro los días que me esperan en la Cordillera con algunos imprescindibles conocimientos de los transportes y sus usos, el modo de vida de la población, el manejo del peso filipino, los alimentos disponibles y cosas así.