Luego el día fue pasando y pesando y los últimos 25 kilómetros, azotado por un viento de costado constante, me cambiaron el semblante y algunos de los buenos pensamientos con los que partía tan alegre en la mañana.
Me adentraba en un desierto en el que no hay siquiera un árbol o una casa en la que cobijarse. Una piedra grande, una roca, alguna cosa vertical. Nada. De poste en poste fui organizando las paradas y sobrellevando los casi 100 km de la jornada.
Al fin. Una pared blanca y refulgente a lo lejos que tomaba forma, un hito previsto sobre el mapa que aparecía ante mis ojos. Ansioso como un perro hambriento llegaba al puesto de viabilidad de la N5 que ya sabe de ciclistas que llegan exhaustos al final del día y que sonrríen felices al sentirse casi esperados..
Una caseta abandonada pero entera me sirvió de refugio. Luego mi "prolijito" equipo y mis artes de cocinero fueron haciendo de aquella cabaña un lujoso albergue. Barrí por la mañana con cuidado a sabiendas de que algunos ciclistas llegarían molidos a este buen puerto.
Tomaba al día siguiente mi bautismo de ripio, que es como llaman aquí a las carreteras sn asfaltar y que van desde una fina gravilla sobre firme liso y duro que deja rodar rápido hasta un manto de pedruscos semienterrados sobre los que vas botando o rebotando si, además, tienen bandas como un serrucho. Si va malo no haces más de 5 km. en cada larga hora de saltos sobre tu sillín.
Pero...en 70 kilómetros hasta Tapi Aike hay de todos los ripios posibles. Infinito desierto y la soledad más sola que pueda imaginarse. Un lugar inhabitado e inhabitable. Un reino de piedras y silencio.
Un cartel remoto anunciaba, antes de entrar en el pedregal, que en Tapi Aike había gasolinera y restaurante. Y aunque fui rebajando con prudencia mis figuraciones sobre el alcance de aquel cuchillo cruzado sobre un tenedor no fui suficientemente austero. Allí estaba aquella pareja de mestizos, con aspecto de exiliados más que de emigrantes, que regentaban un poste en el que no paró nadie en la hora en que hice cierto el reclamo preparando con parsimonia un arroz con atún aprovechando las mesas del local en el que, antes de mi llegada, solo había refrescos en una cámara, unos paquetes de galletitas y unos chicles.
Viabilidad fue de nuevo mi cobijo. Esta vez en un remolque vivienda previsto para los obreros que atienden reparaciones en carreteras remotas.
Salí el tercer día con buen sol y mejor viento a la espalda. Avanzaba rápido en busca del cruce para Cerro Castillo y entrar pronto a Chile, siguiendo el plan de mis amigos ciclistas italianos Claudio y Dino, o seguir en mi ruta original más al sur hasta Río Turbio.
Viendo las Torres de Payne a lo lejos meditaba si adentrarme en aquellos parajes o descansar por unos días de tantos turistas ajetreados, ruidosos y fotógrafos como he visto en Iguazú y en el glaciar P. Moreno. Llegó el cruce, a 40 km de la salida, y sobre el ripio que se abría por delante esperé unos minutos para consultar a un transportista de guiris. De toda su prolija información lo mejor fue el consejo final: Si no va usted a ir al Payne siga por Argentina para Natales.
Y eso fue lo que hice. Seguir en asfalto al sur hasta dar con el valle del Río Turbio, que tenía los primeros árboles que veía en 200 km. Seguí hasta la localidad del mismo nombre escoltado por un par de ciclistas jóvenes y locales. Una pequeña ciudad de autos ruidosos desvencijada, sucia y gélida. Una ladera remota en la que se junta la minería del carbón, la lejanía de cualquier parte y un clima detestable. Otro severo lugar para el desterramiento
Mi objetivo en la mañana del cuarto día era "pasear" los escasos 30 km que me faltaban para mi destino en Puerto Natales, Chile. Pero la ruta te sorprende siempre: primero con una dura y larga rampa hasta la frontera y luego, ya en Chile, con un durísimo viento de costado que me llevaba de lado a lado de la carretera, como a una pluma, pese a los 132 kl. que pesa mi convoy al completo
El perro del servicio de Agricultura y control de plagas evitó que en el paso Dorotea tuviera que desmontar todo mi equipaje y conversé un buen rato con los aduaneros interesados en todo. Siguió un descenso de frío y viento para olvidar
Llegué aliviado a P. Natales. No solo me esperaba con suerte un buen cobijo, también había decidido tomarme un día de "reparaciones" para salir de nuevo con todo el equipo limpio.
Noto como el paso de los kilómetros me endurece. No es un asunto físico. El cuerpo parece insensible a los rigores que si hacen mella en el pensamiento, que se pregunta a cada reto, sea de ripio, de cuestas o de viento, que es lo que hacemos aquí. Y lo que es más importante: dónde está el límite de lo sensato para seguir. Ajusto cada día, por seguridad, los parámetros para tener bien presente los límites.
La soledad de los dos primeros días ha sido lo más difícil. Han quedado atrás. Prefiero pedalear solo pero no necesito que todo sea soledad a mi alrededor durante todo el largo día. Así se entiende que mi reencuentro con los árboles me pareciera una fiesta.