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martes, 20 de octubre de 2020

Acogida en Atacama



Viajo así, en bicicleta, sin mucho sentido, impulsado tan solo por el ansia de aprovechar la vida. Y son tantas las veces que me preguntan el porqué que me dedico al juego de dar una explicación distinta cada vez. Seguramente ninguna vale por si sola y son todas a la vez las que me empujan.

Pero hay un motivo a destacar: Tratar con las personas que encuentro en la ruta. Siempre es una sorpresa, un encuentro inesperado el que me llena de energía para seguir pedaleando en los días largos de carretera.

Esta travesía empezaba en San Pedro de Atacama en 2019 y allí llegué un día del mes de septiembre con mi bici recuperada del un retraso aéreo de equipaje. Había reservado dos meses atrás un hostal llamado "La Casa de Mathilde" pero la tardanza en poder recoger mi bici fue postergando la reserva  y finalmente, para cuando pude confirmar el día,  ya no había lugar para mí. Con todo desde el teléfono del hostal me dijeron: usted venga!

Y fui. De las dos noches planeadas solo había cama para la segunda. Insistí con José cuando me recibió en que disponía de equipo de acampada y que me apañaría en cualquier lugar que me dejara. Con pesar me ofreció un cuarto de bodega limpio y allí tendí mis cosas para pasar la noche.

De premio a mi adaptación fui invitado a la comida familiar. Y compartí un tiempo maravillosos con la familia al completo. Comimos, conversamos, reímos y probé el terremoto, un fuerte licor de Atacama, en la sobremesa. Valentina, la hija menor de José y Matilde anunció que, de nuevo, volvería a caminar al amanecer del día siguiente. Matilde llevaba tiempo sin salir de la casa, entristecida y desanimada por su grave enfermedad. Pero conseguimos persuadir a Mathilde,  y allá nos fuimos tres de la familia y yo al día siguiente a las 6:30 de la mañana, con un buen frío y aún en la oscuridad.


Las mujeres caminaban lento, a un ritmo en el que la sensación del frío se hace más intensa. Aceleré el paso y entré en calor pero a costa de dejar a mis compañeras muy atrás. Las esperaba entonces. Y así hicimos todo el recorrido. Tanto de ida como de vuelta.

Tocaba irse hacia Calama al día siguiente. José se negaba a cobrarme la estancia. Dijo entonces que con mi presencia se sentía pagado. No consentí.  Al fin, todos ellos fueron alegres a despedirme a la puerta y fui dejando atrás sus sonrisas.......

Matilde no pudo librarse de los embates de su enfermedad y para tristeza de todos murió en el pasado mes de abril. A principios de agosto me enteré de que a José, su marido, le ganó la pena y ya hospitalizado se infectó del covid. Murió en junio.

Estoy muy conmovido por esta doble y completa pérdida. Era imposible para mí saber en esa alegre comida familiar que compartía alguno de los últimos días de sus vidas.

Tengo el corazón lleno de gentes tan generosas como estas de Atacama. Que descansen juntos en paz.







viernes, 11 de octubre de 2019

Desierto



Temor.

Una sensación de miedo que no había sentido antes en ruta. Una ruta concienzudamente planeada meses atrás. En efecto, en mis hojas ponía: desierto, llano, no hay nada. Llevar comida y agua.

Hay más. Con gran paciencia y valiéndome de google maps, vista satélite, había recorrido desde casa con el ratón cada trozo de carretera, cada curva y escudriñado en sus riberas el árbol, las casamata, el arroyo que pudieran servir de parada de descanso. Hasta había estudiado las temperaturas de Atacama. Todo en orden.


Pero en mi viaje en autobús de Santiago a Calama y luego a San Pedro, 1.600 km y 24 horas, se me fue poniendo un rostro sombrío. Al amanecer, desde Antofagasta lo que veía desde mi ventanilla me sobrecogió. Un desierto plano y pedregoso, interminables tramos rectos, barridos por el viento y, a cada trecho, la tierra cubierta de heridas enormes, visibles y profundas. Arañazos desesperados de las minas abandonadas o en producción por todas partes. Nada cambiaba por kilómetros, sin alternativas. Puro desierto.


Ahí es cuando sentí el miedo a no superar esa travesía. A dudar de mi valor para culminarla. No era una cuestión de kilómetros.

Ahora mis acreditadas hojas de ruta parecían hechas sin sentido, sin conocimiento. Decían: Tramo uno. San Pedro a Iquique, 6 etapas, 481 km. Es más, el tramo dos también era desierto en sus primeros 300 km hasta Arica.

No se si esos datos arrugan a cualquiera pero a mí me desanimaron por completo. Creo que en general me va bien porque me adapto, así que eso fue lo que hice, sin dudas: reducir los casi 800 km de desierto y dejar la "cata" en los 315 km en cinco días desde Iquique hasta Arica.


Son solo cinco etapas hasta Arica me decía cada mañana en mi hostel de Iquique para poner mi ánimo a punto. Hice alguna prueba en la enorme rampa que lleva a Alto Hospicio, revisé a fondo la bici y me lancé al desierto, esta vez con conocimiento.


Pues aun así tuve que rebañar todos los fondos de mi almacén de determinación para superar cada uno de los cinco días.

Como sería la cosa que en el cuarto día, enfrentado a la cuesta de Camarones de 23 km de largo sin desmayo y un desnivel a superar de 1.100 metros, y cuando llevaba 6 km subidos en hora y media, decidí que no quería pasar las 3 o 4 siguientes horas de mi vida pedaleando con  tamaña agonía. Hice autostop y una camioneta de un turista argentino me llevó hasta lo alto. Después de 4 largas travesías en América, por vez primera, me rendí en la ruta y puse pié a tierra. Unos pocos y duros kilómetros pero una claudicación al fin y al cabo. Instructiva.

Puro desierto. Demasiada nada en un escenario inmutable. A veces, para empeorar las vistas, pequeñas capillas particulares al borde de la carretera, de no más de un metro de alto, que retenían en la arena la memoria de viajeros que habían perdido la vida con repetida desolación.


A pesar de que, sin excepción, todos los días fueron apacibles, de cielo azul y buena temperatura para rodar la cinta negra de asfalto parecía amenazar con desaparecer y desembarcarme con mi bicicleta en cualquiera parte irreconocible. Recordé al Principito:

    .....El desierto es bello... – agregó.
   Y era verdad. A mí siempre me gustó el desierto. Uno se sienta sobre una duna de arena. No se ve       nada. No se escucha nada. Y sin embargo hay algo que irradia en silencio...
   - Lo que hace al desierto tan bello – dijo el principito – es que esconde un pozo en algún lado.....

Así que miré al suelo más que nunca, vigilé concentrado el tráfico que llenaba de ruido el aire y centré mi pensamiento en cosas hermosas como si fueran árboles que sombrearan mi recorrido.

Cuando llegué cansado a Arica, resentido de las muchas horas de desierto vividas, dejé la bicicleta en un galpón y nos dimos ambos un día entero de abandono.