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miércoles, 14 de enero de 2015

Sonrisas



La inmensa estepa está, curiosamente, llena de vallas de espino y cierres que delimitan las propiedades
Hoy estoy de descanso en Río Grande, Tierra de Fuego, y es el día de los contrastes.

He cesado de surcar la ruta, se han detenido las horas solitarias y el viento, incesante, azota ahí fuera. Por un día el vendaval no es capaz de encontrarme, aquí escondido entre la gente.

Yo estoy disfrutando de la compañía de otros ciclistas. Apretados alrededor de la mesa grande de la cocina del hostel reponiendo fuerzas con conversaciones, con miradas de ida y vuelta, repartiendo sonrisas y escuchando mil historias de carretera y de las vidas de cada uno.

Es una camaradería instantánea la que se crea y no sorprende, por tanto, que surjan  buenos consejos, alguien tenga la herramienta o el conocimiento que otro precisa o el mate pase de boca en boca en el galpón junto a nuestras máquinas, esas en las que viajen ahora nuestras metas.

Seguramente soy el ciclista que más disfruta. Ninguno de mis amigos Antonio, Yoda, Ariel, Alejandra, Jorge o Silvio Muchut llega a los 40 años por lo que mi recarga de vitalidad resulta la más ventajosa, como siempre que uno se anda entre jóvenes esforzados.

El viento continúa su camino sin nosotros. Por ahora.

El momento feliz de protegerse y hacer un bocadillo 
En medio del vendaval, con el que rodaba muy rápido sobre el ripio el primer día de esta etapa, aparecieron erguidas sobre la línea recta y áspera del horizonte cuatro figuras, que resultaron ser ingleses, detenidos justo en el único grupo de castigados árboles en 160 km de grava. Incapaces de seguir una pedalada más en dirección a Porvenir y, por tanto, contra el viento, después de la jornada que debían haber sufrido. Yo, entonces, ya tenía urgencia por salir de la intemperie, armar mi tienda y hacer la cena rodeado de ropa limpia, pero les puse al corriente de lo que les esperaba y de la posibilidad de que el viento amainara de noche, a partir de las 11. Decidieron montar sus carpas, descansar y esperar a la noche para surcarla con sus luces. Pero el viento no se acostó esa noche y a las 7 de la mañana les oí trastear y marcharse en ese preciso momento en el que supieron que de nada les iba a servir esperar.

Pero también hay sonrisas. Si cualquiera en coche adelanta a un ciclista verá que sonríe. Probablemente tiene buenas razones: Siente bien su cuerpo mientras rueda, su mente navega entre planes de paradas reparadoras, grandes platos de comida con huevos y patatas al terminar la jornada y colchones mullidos en habitaciones confortables.

Si ese ciclista pedalea en Tierra de Fuego y sonríe tendrá otra poderosa razón para hacerlo: el viento aún no le ha vencido. Ahí sigue, pedaleando hacia su objetivo.
Jorge, Jose, Alejandra, Ariel, Silvio, Yada y Antonio. Río Grande.

martes, 6 de enero de 2015

Ruedo hacia el sur

Los primeros kilómetros al salir de El Calafate, en la Patagonia Argentina, se me hicieron fáciles y felices. El viento corría a mi favor, mi bicicleta cargada parecía estable y dura de pelar, en mi ánimo había la emoción de quien cualquier día piensa que estará aqui, tan lejos, y llega el momento y está. Parece natural si no llevara en la trastienda tantos y tan minuciosos preparativos. Pero era 2 de enero y estaba saliendo de la ciudad rumbo a Puerto Natales, en Chile. Mi primer tramo rutero camino de Usuaia.

Luego el día fue pasando y pesando y los últimos 25 kilómetros, azotado por un viento de costado constante, me cambiaron el semblante y algunos de los buenos pensamientos con los que partía tan alegre en la mañana.

Me adentraba en un desierto en el que no hay siquiera un árbol o una casa en la que cobijarse. Una piedra grande, una roca, alguna cosa vertical. Nada. De poste en poste fui organizando las paradas y sobrellevando los casi 100 km de la jornada.

Al fin. Una pared blanca y refulgente a lo lejos que tomaba forma, un hito previsto sobre el mapa que aparecía ante mis ojos. Ansioso como un perro hambriento llegaba al puesto de viabilidad de la N5 que ya sabe de ciclistas que llegan exhaustos al final del día y que sonrríen felices al sentirse casi esperados..


Una caseta abandonada pero entera me sirvió de refugio. Luego mi "prolijito" equipo y mis artes de cocinero fueron haciendo de aquella cabaña un lujoso albergue. Barrí por la mañana con cuidado a sabiendas de que algunos ciclistas llegarían molidos a este buen puerto.


Tomaba al día siguiente mi bautismo de ripio, que es como llaman aquí a las carreteras sn asfaltar y que van desde una fina gravilla sobre firme liso y duro que deja rodar rápido hasta un manto de pedruscos semienterrados sobre los que vas botando o rebotando si, además, tienen bandas como un serrucho. Si va malo no haces más de 5 km. en cada larga hora de saltos sobre tu sillín.

Pero...en 70 kilómetros hasta Tapi Aike hay de todos los ripios posibles. Infinito desierto y la soledad más sola que pueda imaginarse. Un lugar inhabitado e inhabitable. Un reino de piedras y silencio.


Un cartel remoto anunciaba, antes de entrar en el pedregal, que en Tapi Aike había gasolinera y restaurante. Y aunque fui rebajando con prudencia mis figuraciones sobre el alcance de aquel cuchillo cruzado sobre un tenedor no fui suficientemente austero. Allí estaba aquella pareja de mestizos, con aspecto de exiliados más que de emigrantes, que regentaban un poste en el que no paró nadie en la hora en que hice cierto el reclamo preparando con parsimonia un arroz con atún aprovechando las mesas del local en el que, antes de mi llegada, solo había refrescos en una cámara, unos paquetes de galletitas y unos chicles.


Viabilidad fue de nuevo mi cobijo. Esta vez en un remolque vivienda previsto para los obreros que atienden reparaciones en carreteras remotas.


Salí el tercer día con buen sol y mejor viento a la espalda. Avanzaba rápido en busca del cruce para Cerro Castillo y entrar pronto a Chile, siguiendo el plan de mis amigos ciclistas italianos Claudio y Dino, o seguir en mi ruta original más al sur hasta Río Turbio.

Viendo las Torres de Payne a lo lejos meditaba si adentrarme en aquellos parajes o descansar por unos días de tantos turistas ajetreados, ruidosos y fotógrafos como he visto en Iguazú y en el glaciar P. Moreno. Llegó el cruce, a 40 km de la salida, y sobre el ripio que se abría por delante esperé unos minutos para consultar a un transportista de guiris. De toda su prolija información lo mejor fue el consejo final: Si no va usted a ir al Payne siga por Argentina para Natales.

Y eso fue lo que hice. Seguir en asfalto al sur hasta dar con el valle del Río Turbio, que tenía los primeros árboles que veía en 200 km. Seguí hasta la localidad del mismo nombre escoltado por un par de ciclistas jóvenes y locales. Una pequeña ciudad de autos ruidosos desvencijada, sucia y gélida. Una ladera remota en la que se junta la minería del carbón, la lejanía de cualquier parte y un clima detestable. Otro severo lugar para el desterramiento

Mi objetivo en la mañana del cuarto día era "pasear" los escasos 30 km que me faltaban para mi destino en Puerto Natales, Chile. Pero la ruta te sorprende siempre: primero con una dura y larga rampa hasta la frontera y luego, ya en Chile, con un durísimo viento de costado que me llevaba de lado a lado de la carretera, como a una pluma, pese a los 132 kl. que pesa mi convoy al completo

El perro del servicio de Agricultura y control de plagas evitó que en el paso Dorotea tuviera que desmontar todo mi equipaje y conversé un buen rato con los aduaneros interesados en todo. Siguió un descenso de frío y viento para olvidar

Llegué aliviado a P. Natales. No solo me esperaba con suerte un buen cobijo, también había decidido tomarme un día de "reparaciones" para salir de nuevo con todo el equipo limpio.

Noto como el paso de los kilómetros me endurece. No es un asunto físico. El cuerpo parece insensible a los rigores que si hacen mella en el pensamiento, que se pregunta a cada reto, sea de ripio, de cuestas o de viento, que es lo que hacemos aquí. Y lo que es más importante: dónde está el límite de lo sensato para seguir. Ajusto cada día, por seguridad, los parámetros para tener bien presente los límites.

La soledad de los dos primeros días ha sido lo más difícil. Han quedado atrás. Prefiero pedalear solo pero no necesito que todo sea soledad a mi alrededor durante todo el largo día. Así se entiende que mi reencuentro con los árboles me pareciera una fiesta.