La inmensa estepa está, curiosamente, llena de vallas de espino y cierres que delimitan las propiedades |
He cesado de surcar la ruta, se han detenido las horas solitarias y el viento, incesante, azota ahí fuera. Por un día el vendaval no es capaz de encontrarme, aquí escondido entre la gente.
Yo estoy disfrutando de la compañía de otros ciclistas. Apretados alrededor de la mesa grande de la cocina del hostel reponiendo fuerzas con conversaciones, con miradas de ida y vuelta, repartiendo sonrisas y escuchando mil historias de carretera y de las vidas de cada uno.
Es una camaradería instantánea la que se crea y no sorprende, por tanto, que surjan buenos consejos, alguien tenga la herramienta o el conocimiento que otro precisa o el mate pase de boca en boca en el galpón junto a nuestras máquinas, esas en las que viajen ahora nuestras metas.
Seguramente soy el ciclista que más disfruta. Ninguno de mis amigos Antonio, Yoda, Ariel, Alejandra, Jorge o Silvio Muchut llega a los 40 años por lo que mi recarga de vitalidad resulta la más ventajosa, como siempre que uno se anda entre jóvenes esforzados.
El viento continúa su camino sin nosotros. Por ahora.
El momento feliz de protegerse y hacer un bocadillo |
Pero también hay sonrisas. Si cualquiera en coche adelanta a un ciclista verá que sonríe. Probablemente tiene buenas razones: Siente bien su cuerpo mientras rueda, su mente navega entre planes de paradas reparadoras, grandes platos de comida con huevos y patatas al terminar la jornada y colchones mullidos en habitaciones confortables.
Si ese ciclista pedalea en Tierra de Fuego y sonríe tendrá otra poderosa razón para hacerlo: el viento aún no le ha vencido. Ahí sigue, pedaleando hacia su objetivo.
Jorge, Jose, Alejandra, Ariel, Silvio, Yada y Antonio. Río Grande. |