Hace días que tengo la tentación de poner en alguna parte un
letrero enorme que diga:
Siam Riep. No vengas.
Reconozco que una leyenda así no tiene matices y que no
seduciría a las autoridades camboyanas. Tampoco es de esperar que los
turoperadores se entusiasmen con el mensaje, pero estoy seguro de que no hay
riesgo de que alguno de ellos lea nada sobre mis intenciones.
Más tarde pensé, más a ras de suelo, en los ilusionados
viajeros que emplean sus vacaciones y gastan un buen dinero en venir volando hasta aquí, invirtiendo también en equipo, visados y demás gastos. Esos mismos que completan un
viaje de 15 horas desde Europa sin contar las escalas o 20 si es en Argentina
en donde cogieron el avión. Y eso es solo la ida.
Esas bienintencionadas gentes no se merecen encontrar sobre
el terreno un cartel que les anime a desistir de la visita o, peor aún, que de vuelta a casa sus familiares y amigos les pongan una cara que diga: No debiste ir.
Así me he pasado yo unos días, explorando los alrededores de
esta ciudad, y de sus famosos templos, rastreando sobre mi bicicleta las desnudas miserias que los
rodean. Remoloneando para conseguir engañarme y así verme más como explorador que como
turista. Haciendo cálculos sobre el caudal del enorme chorro de dinero que cada
día desembolsan los turistas y el inexplicable y misterioso destino de tanta
ganancia. Incluso, lo confieso, he estado tentado de desdeñar la visita a
cualquier templo, pero yo tampoco me atrevo a volver a casa con la soberbia de
haber estado dos meses en Camboya y no haber pisado esas piedras ni tener
algunas fotos que lo demuestre. No podía.
Así que, bien mirado, solo me quedaba una posibilidad: Hacer
un relato aproximado de lo que le espera al turista desconocido cuando vapuleado
por el largo vuelo se ve arrojado a la trepidante Bangkok. Así que nada de
carteles ni de consejos. Tan solo unos minutos de lectura.
Tanto si tienes reserva de habitación como si no Bangkok te recibirá con
entre una y dos horas de trayecto del aeropuerto hasta tu hotel. A la mañana
siguiente bien temprano, las 5,55 si es vía tren, o las 8 para los autobuses,
tendrás esas dos maneras de ir hasta la frontera de Tailandia con Camboya.
Ese fronterizo e inquietante momento se producirá sobre las 12 y me
ahorro los detalles tan pequeños y numerosos como incómodos. Allí, en la
frontera, no hay capacidad ni ganas de
atender bien a los 200 o más turistas que se presentan a la vez y todo el proceso de
salir y de entrar durará cerca de las dos horas. Incluso es posible que el rato en que los aduaneros quieran robarte a cambio de darte el obligado
visado no se haga demasiado largo.
Está bien. Son las 14 horas y ya estás en Camboya. Ahí fuera
hay una mafia compleja y bien urdida de agentes de autobuses y de taxis que te
esperan para tratar de sacarte el máximo dinero con la mínima comodidad para
ponerte en otras 2,5 horas en el ansiado Siam Riep. No hay alternativa. Si
miras detrás de las espaldas de los asaltantes solo hay una larga y polvorienta
calle a ninguna parte que no es para ti.
Cuando a las 17 horas, un día entero después del aterrizaje
en BKK, te bajes del autobús en tu destino verás una ciudad sin encanto alguno
llena de bares, casas de masajes, agencias de viajes, pequeños restaurantes e
infinitas motos y taxis para llevarte de un lado a otro. Una hora más tarde, al anochecer, el
parecido con LLoret de Mar u otra localidad de turismo y cerveza ya será
definitivo gracias al ruido, los luminosos y el atuendo playero que se lleva
entre los foráneos una vez que se han despojado de las mochilas.
Aún estás a tiempo de contratar tu visita a los templos para
mañana o dejarlo por el momento. Como sea, tu hotel te va a dar unas imprescindibles horas de
cobijo. Prepara tu mente para 8 horas de excursión.
La visita a los templos está organizada como una gran
procesión de vehículos, sean autobuses o tuc-tuc que llevan a riadas de gentes
a los mismos lugares y al mismo tiempo, normalmente en caravana desde la ciudad, a unos 8 kilómetros de Angkor.
Esa diversión cuesta una entrada de 20 dólares
por un día más lo que cobre tu transporte. A cambio verás un extenso catálogo
de piedras bien organizadas en las partes de los hermosos templos que se mantienen
en pie y otras diseminadas por el suelo, a la vez que no menos de 20 orientales
y algunos menos occidentales te acompañarán en todo momento disparando sus
cámaras en perfecta armonía con la tuya.
Para intentas librarme de parte del espectáculo me presenté
a las 5,50 de la madrugada en el templo de
Bayón a riesgo de partirme la crisma manteniendo mi bicicleta sobre una invisible carretera que atravesaba la noche cerrada. Fue
muy bonito ver amanecer junto a unos pocos madrugadores más. A las 8,30 la presión de
las masas, sus gritos, sus fotos y todo el despliegue logístico que les
acompaña ya se hizo demasiado presente. Yo mismo añadí mi figura y mi cámara a
la multitud sin remedio.
He hecho mis observaciones y mis cálculos. He escrutado las
caras de los trabajadores y ninguno me pareció otra cosa que un empleado mal
pagado (entre 80 y 120 dólares al mes por jornadas de 12 horas), no vi a nadie
con aspecto de empresario, patrón o similar. Mis cálculos indican que en esta
temporada, la más alta, los visitantes diarios serán unos 6.000. Eso significa
que solo en entradas se dejarán 120.000 dólares al día y al menos otros 180.000
en el resto de servicios de alojamiento y comida. No hay forma de saber a
quienes va a parar todo ese dinero. Son
muchos 300.000 dólares cada día para que a solo 2.000 metros de esos templos-minas de oro no haya ni luz ni agua corriente y no se aprecie ningún signo de un mejor futuro para los habitantes de los alrededores.