Al llegar a Chiang Mai elegí mi
tienda de bicicletas con mucho cuidado, como siempre, y, a pesar de que era la del alquiler
más caro, con la fianza abultada y la más distante del hotel, me decidí por la
tienda-taller que hay cerca de la puerta norte.
No pude negociar
gran cosa con el tailandés, un tipo mal encarado y nervioso, salvo una rebaja
de 10 bats diarios por llevarme la bici 4 días. Mi segundo intento para el
descuento fue al volver para renovar otros tantos días. Pero no hubo manera, el
precio de 70 bats al día permaneció invariable. El hombre era de ideas fijas.
Con pocas esperanzas
acudí a la tienda una tercera vez, el propio día de devolución, por ver si
podía retrasar la entrega de las 5 de la tarde, tan incómoda, por la primera
hora de la mañana. Si, claro, me dijo el tailandés, pero tendrás que pagarme un
día más. Tu alquiler es diario.
A la vista de
la actitud del tipo me presenté por la tarde a devolver la bici y recuperar mi
fianza de 50 euros. Es verdad que la hora de entrega eran las 17:00 pero yo
llegué allí a las 17:50. Un retraso lo tiene cualquiera. La tienda estaba
cerrada y así es como empezó esta historia.
Me vi allí,
solo en la calle, frente a una valla de un metro setenta de altura rematada de
alambre de espino y con una posibilidad cero de que apareciera nadie. Y yo, a
la vista de los precedentes, no quería llevarme de nuevo la bici. Así que tenía
un trabajo que hacer: poner la bici al otro lado de la valla. Daily is daily.
Merodeé por
la manzana de casas, como lo haría un mendigo en busca de algo de valor, hasta
que encontré una cámara vieja que até al manillar de la bici. Puse el candado en
la rueda y alcé l bici por su parte de atrás hasta pasarla al otro lado de la
valla. Luego solo tuve que ir soltando la cámara del manillar hasta que se
depositó en el suelo perfectamente de pie. Salí de allí con alguna magulladura
en los brazos pero satisfecho y con la llavecita del candado en el bolsillo.
Regresé por
la mañana, a las 10, al lugar de los hechos y el tailandés debía llevar horas
armando su indignación porque la verdad es que no me recibió con amabilidad. El
hombre repetía, mientras alzaba los brazos imitando el sobrevuelo de la valla
por la bici, que eso que yo había hecho era “not good, not good” Podía
comprender perfectamente su sorpresa, así que mostré una cara de español
despistado en Tailandia sin darle más importancia. Todo porque aquel hombre se
relajara.
Pero no fue
así. Siguió con sus aspavientos haciendo un gran drama del asunto. El tipo exageraba
mucho, tanto que mi entendimiento de su inglés
no pasaba de intermitente. Llegó a un punto su ira en que le pareció que
era el momento de castigarme. Así que, como quien cierra un asunto, y haciendo
oscilar la llavecita del candado con su cordón me dijo la palabra mágica: Ahora
me tienes que pagar 70 bats de un día.
Nunca debió
haber hecho eso. Se me cambió el color y como diría mi sobrino Pedro: Más vale
que le des un guantazo porque hablarle le va a resultar mucho peor. Y eso fue
lo que hice: hablarle. Hacerlo sin parar en un inglés infumable pero
persistente como una lluvia de monzón. Soy imbatible en ese terreno. El hombre no
tenía aguante alguno y a los tres minutos empezó a cansarse y, como es natural,
yo empecé a rematarle. En ese punto, cada vez que hacía el gesto de los brazos
pasando la bici y el not good, not good, yo le recordaba que era la octava vez
que me lo decía, la novena, la décima. Yo no tenía prisa y no me movía. El
hombre iba y venía desesperado pero llegó un momento en que su mirada desolada
dejó claro que renunciaba al imposible asunto de que le pagara un día más.
La victoria
me reconfortó, la verdad. Incluso me dio fuerzas para la segunda batalla que se
avecinaba, porque yo sabía perfectamente que se habían roto dos radios y un
mecánico tailandés, aunque esté cegado por la ira, no puede dejar de verlo a la
primera.
Y así fue. Quitó el candado a la bici, la subió en su soporte y le dio
una pedalada. La rueda en su inocente giro hacía ese bonito arabesco con la
llanta de cuando se le han roto algunos radios.
El tailandés
triunfante me enseñó los dos radios rotos y con un gesto que me pareció un poco
chulo los cortó enérgicamente con un alicate. Ni me inmuté. Sabía que le había
dado un buen cuidado a la bici y que esa avería es completamente normal con el
uso y más probable aún con mi peso. Pero aquel hombre no tenía su día y volvió
a decir la palabra mágica: Me tienes que dar 100 bats por la avería.
Yo que venía
de una victoria reciente, con la mayor de las paciencias, le di su merecido: le
empecé a hablar de nuevo. En inglés. Era tan evidente que no le iba a dar nada nunca
que esta refriega se me hizo breve. Para él es seguro que fue un largo
tormento.
En un momento
me preguntó con angustia pero sin fuerza:
_¿ Entonces
no me vas a dar nada?
Yo por ser
asertivo le contesté:
_¿No ves que
la bici no puede vivir para siempre? Hay cosas que se rompen con el uso.
Entiéndelo.
Así que aquel
hombre, derrotado, se llevó la mano al bolsillo del pantalón, abrió una cartera
y allí estaba mi lustroso billete de 50 euros. Me lo devolvió.
Ese es un
momento delicado cuando uno está en el extranjero, porque el esfuerzo de la
discusión en inglés, y con dinero de por medio, me podía pasar factura y hacer
que arrancara a echarle un discurso sobre lo que pensaba de su inflexibilidad,
de sus aspavientos y de esa fea actitud de querer mi dinero. Y todo ello en
español. Eso si que es abrumador.
No hice nada
de eso. Me di la vuelta, salí de la tienda y eché a andar por la calle pensando
en otra cosa.