jueves, 22 de julio de 2010

Timos


Hay quien incluye en sus presupuestos de viaje una partida de dinero que sabe que irremediablemente va a perder, bien sea por engaños, por robos o por errores. Así lo hace el escritor Javier Reverte y relata en su libro “Los caminos perdidos de África” como nada más llegar a Etiopía tuvo que echar mano del monedero de los timos previsibles.

No había pensado nunca en atender un gasto como ese, pero si que he dedicado un rato a hacer memoria de los timos que he sufrido en mi viaje a India que han sido tres en sesenta días. Al menos de los que yo me he dado cuenta. No está mal.

El primero de ellos fue tempranero: en mi primer día de viaje, en Nueva Delhi. Caminando por los mercados que llenan los alrededores de Connaught Place recibí un aluvión de llamadas de multitud de limpiabotas que se ofrecían a limpiar mis zapatos mientras yo seguía absorto en mis propios pasos de vagabundeo sin prestarles atención alguna. Uno de ellos, más insistente que los otros, llamó mi atención al punto de aceptar sus servicios y su oferta de 15 rupias por una limpieza completa (unos 30 céntimos de euro). Tomó con determinación mis zapatos, sacó los cordones y de un vistazo diagnosticó el mal estado de las suelas. Se ofreció a repararlas y a pesar de que era evidente que el presupuesto de limpieza se iba a ver engordado le dejé hacer confiado en que no llegaría a mucho. Habilidoso con la cuchilla y el pegamento, tanto como para apoderarse del dinero de los viajeros, me pidió 270 rupias por los 10 minutos que dedicó a mis zapatos. Este es un precio muy común en las tiendas de zapatos por adquirir un par nuevo.

El segundo timo no llegó a hacerme sentir tan idiota como el anterior y, al menos en parte, pude reaccionar y salvar algunos los desperfectos que traen consigo los engaños. Sucedió en Gujarat al llegar a Ahmedabad procedente de Bhuj , en un autobús de los que llevan literas. A pesar de que estudiaba con antelación los planos de las ciudades a las que iba a llegar, para que no resultaran tan torpes mis primeros pasos en ellas, no era posible adivinar en donde tendría a bien parar el autobús. Al ser de los privados no entraban en las estaciones de autobuses y elegían a su conveniencia el apeadero de sus pasajeros. En el aturdimiento de la primera hora de la mañana descendí del autobús aquel día entre el griterío de los rickshaw motorizados que a toda costa querían hacerme su pasajero. De entre todos elegí el que me pareció de mejor semblante y el único que acepto mi oferta, de escaso montante, para llevarme hasta la estación de tren. En pocos minutos y antes de que hubiera conseguido orientarme se detuvo ante una estación y extendió su mano para recibir lo prometido. Me enfadé mucho por la evidencia de que aquella estación era un apeadero urbano que, a todas luces, no podía ser el destino de un viajero extranjero. Aquel hombre se ofreció aparentando gran sorpresa, en medio de la indignación del momento y mi amago de bajarme sin pagarle, a llevarme a la estación, la verdadera e inmensa Ahmedabad Junction Rail Way Station, al otro lado del río Sabarmati. Eso si, la carrera pasó a costar el doble de los pactado en las escaleras del autobús.

El último timo ya no fue en solitario y hay que ver lo que consuela saber que la idiotez no es exclusiva de uno. Nuria y yo descendimos de un autobús en muy parecidas circunstancias a las descritas en Ahmedabad, pero esta vez en Jaipur, la capital de Rajastan. Para prevenir los desastres matinales nos tomamos nuestro tiempo, sentados en un zaguán, para recuperar la orientación suficiente y ponernos en movimiento con algo de soltura. Con la dirección escrita en un papel de la calle en la que estaba uno de nuestros hoteles seleccionados intentamos contratar a un par de candidatos conductores de rickshaw de pedales sin que ninguno de ellos supiera el paradero de la calle o bien acertaran a leer lo que aparecía en nuestra nota. Al final, se acercó un hombre mayor que leyó con cuidado la tarjeta y aceptó el precio que ofrecíamos sin rechistar. Se elevó frágil y erguido sobre los pedales y nos puso en marcha lentamente. A unos treinta metros dobló a la izquierda y nuevamente a la derecha pasados unos cincuenta metros más. Se detuvo entonces. Sin duda aquella era la calle y aquél letrero que señalaba con la mano era nuestro hotel. No habíamos recorrido ni tan siquiera cien metros. Verdaderamente aquí no hubo nada de engaño y si todo de la torpeza del forastero.