sábado, 4 de abril de 2015

Sopaipilla

Mi remolona y feliz salida de O'Higgins se disolvió por completo en el cruce del río Mayer. En ese punto, tras los hierros,  desaparece el rastro humano y el paisaje se llena de agua, de rocas y de soledad. No hay cartel alguno. pero bien podría haberlo con esta sola advertencia: Entra en el camino austral. Abandone esa sonrisa que lleva en la cara y cuide de no caerse y llegar entero al final. Suerte.

El bosque y la montaña parecía como si me engulleran con parsimonia para devolverme quien sabe en que paraje. El aire era silencioso, mojado de tanto en tanto por el ruido de las cascadas y allí, en esa sola compañía, vas tú envuelto en tus pensamientos como si fuera un cortavientos, la mirada fija en el ripio como navegante que sortea escollos y bajíos y el paisaje deseoso de que pases de una vez y quede todo de nuevo en nada y en nadie.

Tras 51 km., sin poesía  alguna, me eché a un lado y me dispuse a pasar la noche en el refugio Shelter. Es una cabaña de madera hecha con más buena intención que maestría pero con chimenea, mesa y catre. Eso si,  bien ventilado por todas las rendijas posibles. Pudiera ser que esa noche no hubiera nadie en medio centenar de kilómetros a la redonda si no hubiera dejado a un ciclista Loreno al borde de la carretera, un kilómetro atrás, cuando el cielo parecía que se echaría definitivamente a llover.

A pesar de echarme encima toda la munición de abrigo que poseía pasé frío. Bastante. Bien desayunado salí en la mañana con unos 80 km por delante y bien poca información sobre el terreno que me esperaba hasta que encontré a un joven de Lérida y su desfallecido alemán de escolta. El muchacho venía con la luz de reserva encendida y aterido. El teutón, peor, estaba enfermo y desorientado. El encuentro fue breve, lo justo para el saludo y el intercambio de penurias y esperanzas. Ellos se fueron felices sabiendo que había un refugio a pocos kilómetros y yo pensativo con las insistentes cuestas que me esperaban y que habían maltratado de esa manera a aquellos inocentes viajeros. Su información era correcta. Un tormento de rampas vivas y collados envueltos en niebla, frío y silencio. Por momentos parecía que la nieve bajaría de su cota veraniega y se acercaría hasta la misma carretera  a ver mi huidizo paso. Al final de ese día llegué bien cansado a la sala de espera de Puerto Río Bravo, solitaria bajo la leve lluvia, con un banco enorme, agua y un baño. Verdaderamente un hotel para un ciclista cansado.

La mañana se alegró con la llegada de la familia de expatriados franceses que había conocido el El Mosco y mi amigo Diego, flamante a bordo del mismo vehículo. Me persuadí entonces de seguir hasta Caleta Tortel y les perdí de vista al otro lado del fiordo Mitchel.  Llegué pronto al pueblo, en la desesembocadura del río Bayer y, pese a las informaciones y  las muchas escaleras que hay por doquier, me animé a portear bici y equipo y armar mi carpa en el camping. En efecto el lugar carecía de sanitarios, agua corriente y cualquier confort por lo que le concedí al momento el título del peor camping del mundo que yo haya probado......desde 1976!!!


¿Negro el panorama? No. En absoluto. Ahí estaba Paulina. A escasos 100 metros del terreno estaba la humilde casa de esta mujer que suministraba a los viajeros de todo lo que el camping les negaba; los baños, una ducha caliente a precio asequible, el agua potable para cargar tus botellas, comidas y cenas por encargo a dos euros y sopaipillas.  Esta delicia chilena es un pastel con apariencia de empanadilla rectangular, hecho con una masa semejante a los churros pero más ligera y con el interior hueco. Todo ello rebozado con abundante azucar pulverizada que aquí llaman flor.Si. Me comí unas cuantas. De hecho cada vez que pasaba me daba el gusto.


Aquella casa, en su extrema humildad, me resultaba muy acogedora. Tanto, que me apunté a una comida por encargo de abundante plato único de tallarnes con tuco (salsa de tomate y pescado desmenuzado) y,  por supuesto, sopaipillas de postre. Al terminar la colación pedí permiso para sacar mis útiles de costura y rematé todas las labores que tenía pendientes. Mientras pasaba la tarde y caía remolón el día. Sentía el el murmullo de la cocina y la reposición de leña para mantener el fuego acompañando mi tarea costurera. Mientras Paulina y su marido amasaban para una vez más para colmar la fuente de sopaipillas en venta.