martes, 19 de enero de 2016

Señora Chocolate

Mi amigo Emilio propone vivir con la mayor adaptación posible a nuestra esencia biológica. Lograrlo se parecería así a un fluir permanente , que sea capaz de virar o cambiar de rumbo a la vista de las circunstancias.


Este viaje mejicano toma inspiración de esa propuesta, entre otras, y he procurado fluir más ahora que en periplos anteriores. Me ayuda el haber renunciado en buena parte del recorrido a mis detallados planes ciclistas. También el que ya es completo mi desinterés por los monumentos y otras acreditadas joyas turísticas.

Así que me dejo guiar por la realidad que encuentro a cada giro del camino. Acepto ser invitado, detenido, interrogado, conquistado. Me dispongo también, con agrado,al oficio que toca cuando me apeó de la bicicleta: cocinero, traductor, agenda, guía, cuentista. Así, mi contacto con el país está siendo más vivo, más rico y muy atento a todas las distracciones.

Como a un perro ciclista, algunos mejicanos me encontraron en la calle y he ido haciendo amigos que no sueltan mi estela, que preguntan cada poco que a dónde me llegó o que me dan los buenos días a distancia. Todos me alientan y protegen.


En un duró día de carretera, en Oaxaca, me detuve en una panadería a recuperar el resuello para encarar las empinadas cuestas que me esperaban. Aquellas hermosas roscas de reyes pedían un buen chocolate para mojar pero la bebida no estaba en el menú. No obstante, la matriarca se ofreció a hacerlo en su propia cocina y allí, sobre el mostrador, sacó un buen razón asediado de trozos de rosca.

Arrimé un taburete y me puse a disfrutar de aquel delicioso desayuno en completo recogimiento. Mientras, se iniciaba en a tienda un parlamento tenso entre el panadero y un cliente. Al poco, Doña Chocolate salió y tomó las riendas del asunto que, entonces, comprendí como serio.

Un nieto joven había tenido un incidente en una moto con otro chico. Se debieron cruzar ofensas graves y un hermano del agraviado era el visitante de la panadería que había acudido al llamado de la matriarca.

Aquella mujer habló con tal sinceridad y justeza que hizo que me concentrara por completo en sus palabras. Concentrada, hábil, resuelta y prudente, la suya era una exhibición de siglos de civilización humana que arrinconaba al conflicto a una solución positiva.

Cuando terminó, mandando recado para que los padres vinieran a ser desagraviados  y el joven se fue, felicité a la señora y le dije cuanto había aprendido de ella. 

No dijo nada. Me abrazó. Aquel cuerpo menudo y diminuto pegado al mío transmitía verdad. Me dejé.