viernes, 23 de enero de 2015

Las últimas pedaladas para el sur


Llegué muy cansado a Ushuaia por culpa del viento, que me obligó a detenerme en varias ocasiones el último día de este trecho.


Era inevitable pensar en el por qué hasta allí, Ushuaia. La verdad es que no tengo respuesta y no me agobia. Tendrá que ver, supongo, con los lítmites. Al menos desde los griegos sabemos de esa indagación humana sobre el principio y el fin.

Más allá de la filosofía llegué a ese lugar del que hasta hace unos años nada sabíamos de su existencia y que hoy atrae a millares de jóvenes que, como yo, sienten la emoción construida por otros de que es el lugar más al sur al que se puede llegar por carretera en este planeta nuestro.

Lo que si fue un refugio del alma y del ciclista fue mi noche anterior en la soledad de una cabaña abandonada en el Lago Escondido y encontrado despues de abandonar Tolhuin y rodar 60 km contra el viento. Solo en el bosque, visitado por un policía en su ronda  y sintiendo un estado de calma completa dormí como un ser vivo más del lago, sin molestarnos.

En la panadería del Tolhuin van goteando los ciclistas durante toda la tarde. Tantos que cuando yo me hube instalado fui comisionado por Emilio, el altruista panadero. para ir acomodando a los demás. Sin número máximo. Esa noche de enero nos juntamos allí ocho ciclistas.

El viento me obligó a partir en dos trozos los 110 km de Río Grande a la panadería. Justo en medio está el cabo Auricosta y el bosque en el que acampé en solitario y pude sacar las fotos de la entrada anrerior del blog.

El vigilante, Alldo, me acogió en su galpón lleno de soledad y mapas y me soltó de un tirón las muchas horas de conversación contenida que había acumulado desde el último visitante distinto de los zorrillos que merodean por el bosque.

Tan solo tenía que levantar mi cabeza, de rato en rato, de mi cazuela de arroz y judías. A la mañana fue tal su ansiedad por mi marcha que a pesar de que alargué el desayuno se empeño en amenizarme la recogida con una nueva cháchara matinal e imparable. Tanto perdí la concentración que dejé en los árboles el cordin que me acompaña en todos mis viajes. La única baja hasta este momento en mi equipo.



Dejé este mensaje en la pared de la cabaña


martes, 20 de enero de 2015

miércoles, 14 de enero de 2015

Sonrisas



La inmensa estepa está, curiosamente, llena de vallas de espino y cierres que delimitan las propiedades
Hoy estoy de descanso en Río Grande, Tierra de Fuego, y es el día de los contrastes.

He cesado de surcar la ruta, se han detenido las horas solitarias y el viento, incesante, azota ahí fuera. Por un día el vendaval no es capaz de encontrarme, aquí escondido entre la gente.

Yo estoy disfrutando de la compañía de otros ciclistas. Apretados alrededor de la mesa grande de la cocina del hostel reponiendo fuerzas con conversaciones, con miradas de ida y vuelta, repartiendo sonrisas y escuchando mil historias de carretera y de las vidas de cada uno.

Es una camaradería instantánea la que se crea y no sorprende, por tanto, que surjan  buenos consejos, alguien tenga la herramienta o el conocimiento que otro precisa o el mate pase de boca en boca en el galpón junto a nuestras máquinas, esas en las que viajen ahora nuestras metas.

Seguramente soy el ciclista que más disfruta. Ninguno de mis amigos Antonio, Yoda, Ariel, Alejandra, Jorge o Silvio Muchut llega a los 40 años por lo que mi recarga de vitalidad resulta la más ventajosa, como siempre que uno se anda entre jóvenes esforzados.

El viento continúa su camino sin nosotros. Por ahora.

El momento feliz de protegerse y hacer un bocadillo 
En medio del vendaval, con el que rodaba muy rápido sobre el ripio el primer día de esta etapa, aparecieron erguidas sobre la línea recta y áspera del horizonte cuatro figuras, que resultaron ser ingleses, detenidos justo en el único grupo de castigados árboles en 160 km de grava. Incapaces de seguir una pedalada más en dirección a Porvenir y, por tanto, contra el viento, después de la jornada que debían haber sufrido. Yo, entonces, ya tenía urgencia por salir de la intemperie, armar mi tienda y hacer la cena rodeado de ropa limpia, pero les puse al corriente de lo que les esperaba y de la posibilidad de que el viento amainara de noche, a partir de las 11. Decidieron montar sus carpas, descansar y esperar a la noche para surcarla con sus luces. Pero el viento no se acostó esa noche y a las 7 de la mañana les oí trastear y marcharse en ese preciso momento en el que supieron que de nada les iba a servir esperar.

Pero también hay sonrisas. Si cualquiera en coche adelanta a un ciclista verá que sonríe. Probablemente tiene buenas razones: Siente bien su cuerpo mientras rueda, su mente navega entre planes de paradas reparadoras, grandes platos de comida con huevos y patatas al terminar la jornada y colchones mullidos en habitaciones confortables.

Si ese ciclista pedalea en Tierra de Fuego y sonríe tendrá otra poderosa razón para hacerlo: el viento aún no le ha vencido. Ahí sigue, pedaleando hacia su objetivo.
Jorge, Jose, Alejandra, Ariel, Silvio, Yada y Antonio. Río Grande.

sábado, 10 de enero de 2015

Hacia Magallanes

Como perros en la carretera.

Si un ciclista que viene de frente se cruza y se va arrimando a tu lado al verte es que ya solo le falta menear el rabo. No puede ser más amistoso el gesto y tan de agradecer en esta estepa patagónica.

Así me pasó de buena mañana y por vez primera en este viaje, al salir de Cerro Chico en la segunda jornada del trozo Natales-P. Arenas. Como quiera que la ciclista me saludó en francés les fui dando hebra a una pareja entrada en años (más aún que yo) cordial y animosa que pilotaban un tándem. Cuando me preguntaron mi origen y les dije que era de España se terminó el francés. Vivían desde niños en Avignon pero eran de Lorca y Sevilla respectivamente. Les pasé una información valiosa sobre un buen lugar para descansar al termino de su etapa y les vi alejase llenos de ánimo. Seguro que luego tuvieron muy buenos pensamientos de vuelta.


Cada persona que encuentro en estas etapas alcanza de inmediato una gran categoría debido a la escasez de seres, humanos y de cualquier otra especie. Así sucedió el primer día desde Natales. Me deleitaba en el Hotel Rubens, un inesperado hotelito de campagne junto al río, con un café que estiraba para no volver al viento, cuando un viajero solitario chileno se me vino de frente a charlar sobre viajes, bicis, furgos, españoles y más cosas. Dejó una imagen en mi cabeza que me hizo disfrutar muchos kilómetros más allá del apacible Río Rubens: La de él y su padre acampando en vacaciones cerca de aquél lugar.

El viento arreció a mi espalda por la tarde, de modo que a las 3 ya estaba en Cerro Chico, a 92 km de la salida. ¿Podía seguir? ¿Aprovechar el viento favorable y cubrir esa tarde una mayor distancia? No. Dí por terminada la etapa. En este viaje afino cada decisión que tomo para ganar en seguridad, por eso me quedo en cada dilema del lado de la prudencia y así aminoro los riesgos. Pero no solo hay razones, también influyen emociones como el raro encuentro de una cafetería en el camino, entrar en un ambiente cálido en el que René me aseguró una buena cena y en donde tienen una casita, destartalada pero en pié, que puede utilizar el ciclista para pasar la noche.


En el segundo día me encontré tan recuperado que casi alcanzo de un tirón Punta Arenas. Hice 134 km. en el día pero, eso sí, los últimos bastante desvencijado. La culpa fue de un joven que encontré trabajando en una gasolinera en Gobernador Philippi, un solitario cruce de carreteras, y de un pequeño café que parecía cerrado y del que luego tanto me costó salir. El local era una cabaña caldeada llena de colecciones de coches en miniatura, cometas, máquinas de escribir y otros muchos enseres. Le cogí bebida al hombre y preparé mi bocadillo. Sin clientes en el surtidor, el chileno se me sentó en frente a hablar de mil cosas y aliviar su soledad, distinta de la del ciclista, pero seguro que más crónica. Al rato de conversar y ponerme al corriente de sus ideas de negocio me contó que le sacaba partido a las papas congeladas con una sencilla freidora. ¡Patatas fritas! ¿Aquí, en la carretera? Le pedí de inmediato una ración y me puso tantas que le persuadí para que me acompañara. Mano a mano los dos. Casi las terminamos!!


Debía haberme quedado en la gasolinera pero tenía una buena dirección para plantar mi carpa en las cercanías de Punta Arenas. Fueron tres malas horas de viento en frente y mucho tráfico. De esas en que el cansancio te manda avisos de agotamiento de sonoridad creciente: Un cambio mal hecho o a destiempo, una cuesta que se estira como goma, paradas más frecuentes, etc. Al fin llegué a Cabañas Jacqueline y allí estaba ella, sus padres y su abuela para darme un acogimiento familiar, que un ciclista que ha pasado las últimas trece horas en la carretera agradece como un niño un confortable regazo. Me dejé mecer.

Salí el viernes sin prisa alguna por hacer los 14,5 km restantes del tramo. Un paseo. Mi cabeza ya estaba organizando los suministros, un hostel confortable para regalarme un día de descanso, una lavandería a mano. Pensamientos de ciclista. El domingo me espera el Estrecho de Magallanes que cruzaré en un ferry rumbo a lo que aquí llaman "la isla", Tierra de Fuego.

He cubierto todo el primer tramo, de los 5 que tiene mi travesía, desde El calafate hasta aquí. 530 kilómetros con viento pero sin contratiempos.



martes, 6 de enero de 2015

Ruedo hacia el sur

Los primeros kilómetros al salir de El Calafate, en la Patagonia Argentina, se me hicieron fáciles y felices. El viento corría a mi favor, mi bicicleta cargada parecía estable y dura de pelar, en mi ánimo había la emoción de quien cualquier día piensa que estará aqui, tan lejos, y llega el momento y está. Parece natural si no llevara en la trastienda tantos y tan minuciosos preparativos. Pero era 2 de enero y estaba saliendo de la ciudad rumbo a Puerto Natales, en Chile. Mi primer tramo rutero camino de Usuaia.

Luego el día fue pasando y pesando y los últimos 25 kilómetros, azotado por un viento de costado constante, me cambiaron el semblante y algunos de los buenos pensamientos con los que partía tan alegre en la mañana.

Me adentraba en un desierto en el que no hay siquiera un árbol o una casa en la que cobijarse. Una piedra grande, una roca, alguna cosa vertical. Nada. De poste en poste fui organizando las paradas y sobrellevando los casi 100 km de la jornada.

Al fin. Una pared blanca y refulgente a lo lejos que tomaba forma, un hito previsto sobre el mapa que aparecía ante mis ojos. Ansioso como un perro hambriento llegaba al puesto de viabilidad de la N5 que ya sabe de ciclistas que llegan exhaustos al final del día y que sonrríen felices al sentirse casi esperados..


Una caseta abandonada pero entera me sirvió de refugio. Luego mi "prolijito" equipo y mis artes de cocinero fueron haciendo de aquella cabaña un lujoso albergue. Barrí por la mañana con cuidado a sabiendas de que algunos ciclistas llegarían molidos a este buen puerto.


Tomaba al día siguiente mi bautismo de ripio, que es como llaman aquí a las carreteras sn asfaltar y que van desde una fina gravilla sobre firme liso y duro que deja rodar rápido hasta un manto de pedruscos semienterrados sobre los que vas botando o rebotando si, además, tienen bandas como un serrucho. Si va malo no haces más de 5 km. en cada larga hora de saltos sobre tu sillín.

Pero...en 70 kilómetros hasta Tapi Aike hay de todos los ripios posibles. Infinito desierto y la soledad más sola que pueda imaginarse. Un lugar inhabitado e inhabitable. Un reino de piedras y silencio.


Un cartel remoto anunciaba, antes de entrar en el pedregal, que en Tapi Aike había gasolinera y restaurante. Y aunque fui rebajando con prudencia mis figuraciones sobre el alcance de aquel cuchillo cruzado sobre un tenedor no fui suficientemente austero. Allí estaba aquella pareja de mestizos, con aspecto de exiliados más que de emigrantes, que regentaban un poste en el que no paró nadie en la hora en que hice cierto el reclamo preparando con parsimonia un arroz con atún aprovechando las mesas del local en el que, antes de mi llegada, solo había refrescos en una cámara, unos paquetes de galletitas y unos chicles.


Viabilidad fue de nuevo mi cobijo. Esta vez en un remolque vivienda previsto para los obreros que atienden reparaciones en carreteras remotas.


Salí el tercer día con buen sol y mejor viento a la espalda. Avanzaba rápido en busca del cruce para Cerro Castillo y entrar pronto a Chile, siguiendo el plan de mis amigos ciclistas italianos Claudio y Dino, o seguir en mi ruta original más al sur hasta Río Turbio.

Viendo las Torres de Payne a lo lejos meditaba si adentrarme en aquellos parajes o descansar por unos días de tantos turistas ajetreados, ruidosos y fotógrafos como he visto en Iguazú y en el glaciar P. Moreno. Llegó el cruce, a 40 km de la salida, y sobre el ripio que se abría por delante esperé unos minutos para consultar a un transportista de guiris. De toda su prolija información lo mejor fue el consejo final: Si no va usted a ir al Payne siga por Argentina para Natales.

Y eso fue lo que hice. Seguir en asfalto al sur hasta dar con el valle del Río Turbio, que tenía los primeros árboles que veía en 200 km. Seguí hasta la localidad del mismo nombre escoltado por un par de ciclistas jóvenes y locales. Una pequeña ciudad de autos ruidosos desvencijada, sucia y gélida. Una ladera remota en la que se junta la minería del carbón, la lejanía de cualquier parte y un clima detestable. Otro severo lugar para el desterramiento

Mi objetivo en la mañana del cuarto día era "pasear" los escasos 30 km que me faltaban para mi destino en Puerto Natales, Chile. Pero la ruta te sorprende siempre: primero con una dura y larga rampa hasta la frontera y luego, ya en Chile, con un durísimo viento de costado que me llevaba de lado a lado de la carretera, como a una pluma, pese a los 132 kl. que pesa mi convoy al completo

El perro del servicio de Agricultura y control de plagas evitó que en el paso Dorotea tuviera que desmontar todo mi equipaje y conversé un buen rato con los aduaneros interesados en todo. Siguió un descenso de frío y viento para olvidar

Llegué aliviado a P. Natales. No solo me esperaba con suerte un buen cobijo, también había decidido tomarme un día de "reparaciones" para salir de nuevo con todo el equipo limpio.

Noto como el paso de los kilómetros me endurece. No es un asunto físico. El cuerpo parece insensible a los rigores que si hacen mella en el pensamiento, que se pregunta a cada reto, sea de ripio, de cuestas o de viento, que es lo que hacemos aquí. Y lo que es más importante: dónde está el límite de lo sensato para seguir. Ajusto cada día, por seguridad, los parámetros para tener bien presente los límites.

La soledad de los dos primeros días ha sido lo más difícil. Han quedado atrás. Prefiero pedalear solo pero no necesito que todo sea soledad a mi alrededor durante todo el largo día. Así se entiende que mi reencuentro con los árboles me pareciera una fiesta.