miércoles, 25 de febrero de 2015

Paz en El Mosco. O´Higgins


La larga tregua de Chalten no podía durar para siempre. Casi no quedaban excursiones que hacer a las montañas que rodean al Fitz Roy. Mis amistades en el hostel se renovaban y cada día terminaba por probar alguna receta o sentarme a compartir mesa con otros. No digamos el imán poderoso de mi querencia a la casa de ciclistas de Flor.

Nada difumina más el espíritu de este ciclista de travesía en solitario que una temporada sumergido entre tantas comodidades de cuerpo y alma. Así que a regañadientes dejé aquél paraíso para sustituirlo por los infinitos cantos sobre los que hay que rodar en el ripio de Chalten al Lago del Desierto.



Salvo para mis imparables amigas Lluna y Clem, ciclistas suizas de 19 años, la travesía desde el Lago del Desierto a Villa O'Higgins es una buena tunda. Singularmente el ascenso desde la punta norte del lago hasta el hito de la frontera con Chile. Son 6 km de subida por un sendero no apto para bicis en los que empleé 5 horas de un día grisáceo en dar cuenta del triple recorrido de subir por tramos la bici y regresar a por el equipo para el tercer recorrido.

No encontré otra idea para que el ánimo no se me doblara que no tomar descanso hasta culminar la ascensión. Mi disgusto ronroneaba queriendo tomar cuerpo, pero conseguí relegarle a tratar sus malas pulgas con mi fatiga que, en ayunas, andaba también bien malhumorada.

Más allá de estas emociones, la senda es un asco, trazada y mantenida por el diablo de los ciclistas. Ese mismo que se entretiene enviando contra nosotros todos los vientos del mundo cuando, confiados, nos adentramos en la estepa patagónica de Argentina.

Lluna y su amiga hicieron la misma ruta algunos días después con buen sol y me contaron que se habían divertido mucho. Quizás por ir juntas?, dijeron. Quizás por sus 19 años? El caso es que los vídeos que me mostraron acreditaban como se lo pasaron de bien burlándose del diablo.

Llegado a Chile hay una ruta de ripio pero con formato de camino. La travesía está entonces vencida y no queda más que esperar un barco para atravesar el Lago O´Higgins. En el muelle una israelita charlaba con un tipo enjuto y barbudo, con una abultada mochila y cara de fatigado. Español de Madrid tan solo le saludé y le dije: Tendremos que hablar, mientras procuraba que nada de mi equipo quedara fuera del embarque..

El pequeño puerto de ese ramal del Lago está erigido solitario en un borde áspero y arbolado a 7 km. de la Villa. Así que yo aún ajustaba mi equipo cuando todos, hasta la tripulación del barco´habían abandonado el lugar.

Pedaleé con calma cautivado por el lugar, el río Mayer, el camino tan solitario y, me parece a mí, que fui el último viajero en llegar ese día a Villa O'Higgins.

No fui admitido al primer intento en El Mosco, un alojamiento que incluye camping, hostel y hostal. Fue cuando acudí como perro remojado a por un poco de señal de wifi cuando Carmen me pidió que, puesto que ya había armado la carpa en otro sitio, no dejara de volver al día siguiente.


A la mañana levanté mi campamento y me instalé en El Mosco para uno o dos días. Allí estaba Diego y rápidamente hicimos buenas migas y un pequeño grupo nacional con carmen y Manuel. El lugar es bueno en sus condiciones generales y en los servicios que un viajero puede necesitar, pero es extraordinario en el clima de relación que se establece entre la gente, a pesar de que constantemente se renueva la población del alojamiento. Es un misterio cuales son las hadas que hacen de aquél lugar un paraiso: El hada de los muchos ciclistas que arriban buscando información, relatando tormentos de ripio o pidiendo una buena opción para resolver una avería; el hada de los jóvenes que surfean entre olas de energía y optimismo contagiosos; o el hada del fundador de esa casa, el ya desaparecido Jorge Salgado. Nadie lo sabe pero Diego y yo repasábamos cada tarde los argumentos para reanudar  la marcha para, al poco, ser vencidos sin resistencia por cualquier buena cena.

Manuel, Diego y yo en la cocina de El Mosco
Resultó ser que Diego sabe hacer pan y tuvo la generosidad de enseñarnos a mí a los otros muchos que rápidamente se interesaron. Tomé en aquella escuela de tan buen maestro el conocimiento más práctico de todos los que llevo aprendidos. Ahora sigo con la impaciencia de enseñar a mis sobrinos a mi regreso a España.

Mi móvil se ha poblado de nombres para atesorar: Diego de Madrid, manuel de Santiago de C., David de Colorado, Cristie de Sacramento, Ruth de Viena, Heidy de Salzburgo, Antonio de Santiago, Enrique de Las Palmas, Fili de Chile, Samuel y Flo de Berna, ...etc.











lunes, 23 de febrero de 2015

Flor

Durante los ventosos días de rodar hacia el sur dejé un hueco de calma entre mis atareados pensamientos para Chalten, el último pueblo antes de entrar el Chile. Ese nmbre entre campos de hielo, esquinado y remoto, flotaba de manera estimulante entre las referencias como un lugar apacible, de montaña a mano y otras incontables ventajas.

Pero llegar al oasis me iba a costar mucho: Ya rumbo al norte y lejos de Ushuaia pedalear desde El Calafate, durante 220 km. sin pacto posible con el viento y dejar caer mis huesos en un agujero, literal, en un campo vacío y batido por todas las soledades.


Así, algo maltrecho, es como llegué con un día de adelanto a Chalten, en donde mi reserva de hostel aún no tenía vigencia.

Busqué entonces la casa de Florencia, Flor, en los Charitos, en lo alto del pueblo. Me recibió Daniel, un ciclista colombiano y me acomodó provisionalmente en ausencia del alma del lugar. Luego conocí a Ana María, la madre, a los hijos Tadeo y Fernando y a otro ciclistas como el austriaco lleno de energía Benjamín.


Como hago siempre al llegar a un lugar, fui silencioso y lento en mis movimientos, poco hablador y atento escuchador, a la espera de que pasara sin prisas ese tiempo impreciso en que el que llega deja de ser un completo extraño y las personas y el propio lugar empiezan a aceptarle. Esta es una evolución de la climatología humana por completo impredecible.

En cuanto me enteré de que el estilo de la casa es el de usar la cocina pero para producir alimentos a compartir, me apliqué a la tarea de hacer un buen arroz al estilo de los obreros de Río Grande y con el cariño que pongo cundo cocino para mi numerosa familia Tuesta. Todos quedaron muy complacidos y satisfechos.

En la sobremesa leí varios cuadernos que Flor me mostró, en los que los viajeros habían dejado sus agradecimientos y que me parecieron tan interesantes como probablemente, pensé entonces, exagerados.

Me fui a mi hostel al día siguiente y me sumergí en la confortable vida del turista de habitación compartida y con derecho a cocina. También nuevos amigos, caminatas largas y reconfortantes, recetas a incorporar y el disfrute de la inagotable energía que te regala el contacto con los jóvenes.

Pero.......al terminar el día encontraba la excusa para pasar por casa de Flor: Llevaba unos panes dulces con los que acompañar un café de media tarde; echaba cuentas del variable  tamaño de la familia para ir a cocinar un arroz a la cubana y pretextos varios por el estilo para recogerme en familia.

Esta es una de las experiencias más humanas e intensas del viaje. Penetrar en el afecto de otros, tomarles cariño y dejarse querer. Esta intimo regalo que reservamos, tímidamente, para la familia. ¿Cómo no sorprenderse con quienes te envuelven en este territorio de familia sin tener ningún título para hacerlo? Tan gratuitamente!!

Me sentí muy feliz en casa de Flor e hice cuanto pude para hacer felices a los demás. No se me ocurre mejor ocupación en cualquier día en cualquier parte.