lunes, 16 de agosto de 2010

Itaparica

Septiembre de 2009.  Bahía de Todos los Santos. Brasil

Mi padre habría disfrutado mucho sentado en donde yo estoy ahora, en un chiringuito de playa dando holgazanería a un domingo. Lo que no puedo saber es cuánto o de qué manera. ¿Qué se yo lo que le pasaría a él por la cabeza?


Estoy en una isla al otro lado de la Bahía, frente a Salvador. La playa está plagada de sillas y mesas de plástico y entre las patas se acumulan botellas de cerveza vacías. No hay una sola toalla sobre la arena y el despliegue de distintos apaños para sentarse llega hasta el confín del agua misma.

Sobre las mesas hay distintos formatos de tuperware con comidas caseras para un domingo de playa y, al lado, las botellas de cerveza Skol de 600 c.c. dentro de su cesto refrigerante.

Las sombras están hechas de palmeras de cocos y troncos de madera con armazones que las imitan en el oficio de dar algo de sombra.

Detrás hay música interminable de un cantor y su guitarra. Melodías tan melancólicas que hacen que los rostros de la gente se pongan serios, algo tristes, mientras sus labios siguen las letras de las canciones.

No hay blancos en la playa de Itaparica. Esta es una playa muy popular.

Creo que me he acordado de mi padre porque este es un lugar perfecto, en su mejor tarde de domingo de los años 60, para conversar sin límite con mi madre en algún pequeño y solitario bar mientras los niños, nosotros, nos perdemos entre las aventuras inventadas en la arena.