viernes, 26 de junio de 2015

Solo


No es posible describir el color del agua del río Baker. Es algo parecido al verde lechoso como consecuencia del encuentro con aguas procedentes de los glaciares.

Cala Tortel está en la desembocadura del río sin parecerlo, pues un sinfín de montañas colmadas de bosque se interponen con el océano Pacífico. Un laberinto de canales se ocupa de desdibujar al río y su extraño color hasta que solo queda mar sin nada en el horizonte.

Traté de ser el primero en recoger mis bártulos y vencer todas las escaleras de Tortel porteando por partes y en relevos la bici y su equipo. Pero al terminar ya estaba el ciclista suizo en lo alto listo para alejarse de mí.

Es seguro que no hay otro rumbo que el norte ni otra ciudad de destino que Cochrane, la pequeña capital de la provincia de Capitan Prat. Pero a pesar de tener en la cabeza el mismo plan ni él ni yo hicimos ningún gesto para formar equipo. 


Nos conocíamos de la cena en la noche anterior y podíamos comunicarnos bien en francés pero desearnos suerte fue lo único que nos dijimos. El emprendió la marcha mientras ajustaba mis alforjas.

El viento en la espalda me ayudó esa mañana y aún más la competición con un perro solitario que al verme llegar emprendió una carrera intentando mantenerse a una cierta distancia por delante. Bajé mi cabeza y empujé mis pedales tocando el timbre a intervalos regulares. Mi mensaje para el perro veloz era: Sigo aquí.

Se cansó y se echó a un lado. Pasé rápido delante de su mirada inquieta y seguí tocando el timbre para hacerle entender que no tenía nada que temer. Mi pedaleo no iba con él.

Al poco encontré al suizo almorzando sobre un árbol enorme y vencido junto a la carretera. Le acompañaba otro perro. Me explicó que le había seguido y que habían fracasado todos sus esfuerzos por abandonarle. Probé algunos trucos incluyendo la posibilidad de que por ser chileno el perro entendiera mejor el español y se diera por despedido. No fue así.

Me despedí del ciclista con la inquietud de que el perro me tomara por un relevo y escogí para hacer el almuerzo, por si las dudas, un rincón no visible desde la carretera. Desde lejos vi como el suizo y “su” perro sobrepasaban al poco mi posición.

Antes de salir de casa valoré la decisión de de hacer la ruta en solitario. Para tranquilidad de todos contaba con la posibilidad de armar una sociedad de intereses con otros cuando lo aconsejara la dificultad prevista de una etapa. Incluso planee detenerme en un lugar a la espera de otro ciclista cuando la información disponible anunciara algún peligro.

En casi setenta días en la ruta no sentí la necesidad de rodar en compañía. Ni siquiera me pareció que el suizo, tan solitario como yo en la partida, disfrutara con la compañía del pegajoso perro.

En algún momento los dejé atrás ese día y al encontrarme a otro ciclista, que me alcanzó al final de la etapa, y preguntarle por el suizo me dijo: El del perro?

Más tarde supe que en ese tramo hay varios perros que han tomado gusto a acompañar a los ciclistas que hacen la carretera austral. Avanzar algunas horas con uno y toman otro rodador como compañía de regreso. 


No pude culminar la etapa aquel día y apurado por la oscuridad que se me venía encima acampé bajo una lenga cercana a la carretera que quedó, al poco tiempo, vacía y en silencio. Pensaba en el contraste entre lo que me gusta rodar solo y como al final del día celebro encontrarme con la animación de un hostel repleto de viajeros o con gente con la que conversar en un café.

Repasé la jornada y tuve un recuerdo para el perro y su suizo. Compañeros de todo el día. En cambio, en la noche, yo seguía solo.