No es posible describir el
color del agua del río Baker. Es algo parecido al verde lechoso como consecuencia
del encuentro con aguas procedentes de los glaciares.
Cala Tortel está en la
desembocadura del río sin parecerlo, pues un sinfín de montañas colmadas de
bosque se interponen con el océano Pacífico. Un laberinto de canales se ocupa
de desdibujar al río y su extraño color hasta que solo queda mar sin nada en el
horizonte.
Traté de ser el primero en
recoger mis bártulos y vencer todas las escaleras de Tortel porteando por
partes y en relevos la bici y su equipo. Pero al terminar ya estaba el ciclista
suizo en lo alto listo para alejarse de mí.
Es seguro que no hay otro
rumbo que el norte ni otra ciudad de destino que Cochrane, la pequeña capital
de la provincia de Capitan Prat. Pero a pesar de tener en la cabeza el mismo
plan ni él ni yo hicimos ningún gesto para formar equipo.
Nos conocíamos de la
cena en la noche anterior y podíamos comunicarnos bien en francés pero
desearnos suerte fue lo único que nos dijimos. El emprendió la marcha mientras
ajustaba mis alforjas.
El viento en la espalda me
ayudó esa mañana y aún más la competición con un perro solitario que al verme
llegar emprendió una carrera intentando mantenerse a una cierta distancia por
delante. Bajé mi cabeza y empujé mis pedales tocando el timbre a intervalos
regulares. Mi mensaje para el perro veloz era: Sigo aquí.
Se cansó y se echó a un
lado. Pasé rápido delante de su mirada inquieta y seguí tocando el timbre para
hacerle entender que no tenía nada que temer. Mi pedaleo no iba con él.
Al poco encontré al suizo
almorzando sobre un árbol enorme y vencido junto a la carretera. Le acompañaba
otro perro. Me explicó que le había seguido y que habían fracasado todos sus
esfuerzos por abandonarle. Probé algunos trucos incluyendo la posibilidad de
que por ser chileno el perro entendiera mejor el español y se diera por
despedido. No fue así.
Me despedí del ciclista
con la inquietud de que el perro me tomara por un relevo y escogí para hacer el
almuerzo, por si las dudas, un rincón no visible desde la carretera. Desde
lejos vi como el suizo y “su” perro sobrepasaban al poco mi posición.
Antes de salir de casa
valoré la decisión de de hacer la ruta en solitario. Para tranquilidad de todos
contaba con la posibilidad de armar una sociedad de intereses con otros cuando
lo aconsejara la dificultad prevista de una etapa. Incluso planee detenerme en
un lugar a la espera de otro ciclista cuando la información disponible
anunciara algún peligro.
En casi setenta días en la
ruta no sentí la necesidad de rodar en compañía. Ni siquiera me pareció que el
suizo, tan solitario como yo en la partida, disfrutara con la compañía del
pegajoso perro.
En algún momento los dejé
atrás ese día y al encontrarme a otro ciclista, que me alcanzó al final de la
etapa, y preguntarle por el suizo me dijo: El del perro?
Más tarde supe que en ese
tramo hay varios perros que han tomado gusto a acompañar a los ciclistas que
hacen la carretera austral. Avanzar algunas horas con uno y toman otro rodador
como compañía de regreso.
No pude culminar la etapa
aquel día y apurado por la oscuridad que se me venía encima acampé bajo una
lenga cercana a la carretera que quedó, al
poco tiempo, vacía y en silencio. Pensaba en el contraste entre lo que me gusta
rodar solo y como al final del día celebro encontrarme con la animación de un
hostel repleto de viajeros o con gente con la que conversar en un café.
Repasé la jornada y tuve
un recuerdo para el perro y su suizo. Compañeros de todo el día. En cambio, en
la noche, yo seguía solo.