viernes, 11 de octubre de 2019

Desierto



Temor.

Una sensación de miedo que no había sentido antes en ruta. Una ruta concienzudamente planeada meses atrás. En efecto, en mis hojas ponía: desierto, llano, no hay nada. Llevar comida y agua.

Hay más. Con gran paciencia y valiéndome de google maps, vista satélite, había recorrido desde casa con el ratón cada trozo de carretera, cada curva y escudriñado en sus riberas el árbol, las casamata, el arroyo que pudieran servir de parada de descanso. Hasta había estudiado las temperaturas de Atacama. Todo en orden.


Pero en mi viaje en autobús de Santiago a Calama y luego a San Pedro, 1.600 km y 24 horas, se me fue poniendo un rostro sombrío. Al amanecer, desde Antofagasta lo que veía desde mi ventanilla me sobrecogió. Un desierto plano y pedregoso, interminables tramos rectos, barridos por el viento y, a cada trecho, la tierra cubierta de heridas enormes, visibles y profundas. Arañazos desesperados de las minas abandonadas o en producción por todas partes. Nada cambiaba por kilómetros, sin alternativas. Puro desierto.


Ahí es cuando sentí el miedo a no superar esa travesía. A dudar de mi valor para culminarla. No era una cuestión de kilómetros.

Ahora mis acreditadas hojas de ruta parecían hechas sin sentido, sin conocimiento. Decían: Tramo uno. San Pedro a Iquique, 6 etapas, 481 km. Es más, el tramo dos también era desierto en sus primeros 300 km hasta Arica.

No se si esos datos arrugan a cualquiera pero a mí me desanimaron por completo. Creo que en general me va bien porque me adapto, así que eso fue lo que hice, sin dudas: reducir los casi 800 km de desierto y dejar la "cata" en los 315 km en cinco días desde Iquique hasta Arica.


Son solo cinco etapas hasta Arica me decía cada mañana en mi hostel de Iquique para poner mi ánimo a punto. Hice alguna prueba en la enorme rampa que lleva a Alto Hospicio, revisé a fondo la bici y me lancé al desierto, esta vez con conocimiento.


Pues aun así tuve que rebañar todos los fondos de mi almacén de determinación para superar cada uno de los cinco días.

Como sería la cosa que en el cuarto día, enfrentado a la cuesta de Camarones de 23 km de largo sin desmayo y un desnivel a superar de 1.100 metros, y cuando llevaba 6 km subidos en hora y media, decidí que no quería pasar las 3 o 4 siguientes horas de mi vida pedaleando con  tamaña agonía. Hice autostop y una camioneta de un turista argentino me llevó hasta lo alto. Después de 4 largas travesías en América, por vez primera, me rendí en la ruta y puse pié a tierra. Unos pocos y duros kilómetros pero una claudicación al fin y al cabo. Instructiva.

Puro desierto. Demasiada nada en un escenario inmutable. A veces, para empeorar las vistas, pequeñas capillas particulares al borde de la carretera, de no más de un metro de alto, que retenían en la arena la memoria de viajeros que habían perdido la vida con repetida desolación.


A pesar de que, sin excepción, todos los días fueron apacibles, de cielo azul y buena temperatura para rodar la cinta negra de asfalto parecía amenazar con desaparecer y desembarcarme con mi bicicleta en cualquiera parte irreconocible. Recordé al Principito:

    .....El desierto es bello... – agregó.
   Y era verdad. A mí siempre me gustó el desierto. Uno se sienta sobre una duna de arena. No se ve       nada. No se escucha nada. Y sin embargo hay algo que irradia en silencio...
   - Lo que hace al desierto tan bello – dijo el principito – es que esconde un pozo en algún lado.....

Así que miré al suelo más que nunca, vigilé concentrado el tráfico que llenaba de ruido el aire y centré mi pensamiento en cosas hermosas como si fueran árboles que sombrearan mi recorrido.

Cuando llegué cansado a Arica, resentido de las muchas horas de desierto vividas, dejé la bicicleta en un galpón y nos dimos ambos un día entero de abandono.