lunes, 23 de febrero de 2015

Flor

Durante los ventosos días de rodar hacia el sur dejé un hueco de calma entre mis atareados pensamientos para Chalten, el último pueblo antes de entrar el Chile. Ese nmbre entre campos de hielo, esquinado y remoto, flotaba de manera estimulante entre las referencias como un lugar apacible, de montaña a mano y otras incontables ventajas.

Pero llegar al oasis me iba a costar mucho: Ya rumbo al norte y lejos de Ushuaia pedalear desde El Calafate, durante 220 km. sin pacto posible con el viento y dejar caer mis huesos en un agujero, literal, en un campo vacío y batido por todas las soledades.


Así, algo maltrecho, es como llegué con un día de adelanto a Chalten, en donde mi reserva de hostel aún no tenía vigencia.

Busqué entonces la casa de Florencia, Flor, en los Charitos, en lo alto del pueblo. Me recibió Daniel, un ciclista colombiano y me acomodó provisionalmente en ausencia del alma del lugar. Luego conocí a Ana María, la madre, a los hijos Tadeo y Fernando y a otro ciclistas como el austriaco lleno de energía Benjamín.


Como hago siempre al llegar a un lugar, fui silencioso y lento en mis movimientos, poco hablador y atento escuchador, a la espera de que pasara sin prisas ese tiempo impreciso en que el que llega deja de ser un completo extraño y las personas y el propio lugar empiezan a aceptarle. Esta es una evolución de la climatología humana por completo impredecible.

En cuanto me enteré de que el estilo de la casa es el de usar la cocina pero para producir alimentos a compartir, me apliqué a la tarea de hacer un buen arroz al estilo de los obreros de Río Grande y con el cariño que pongo cundo cocino para mi numerosa familia Tuesta. Todos quedaron muy complacidos y satisfechos.

En la sobremesa leí varios cuadernos que Flor me mostró, en los que los viajeros habían dejado sus agradecimientos y que me parecieron tan interesantes como probablemente, pensé entonces, exagerados.

Me fui a mi hostel al día siguiente y me sumergí en la confortable vida del turista de habitación compartida y con derecho a cocina. También nuevos amigos, caminatas largas y reconfortantes, recetas a incorporar y el disfrute de la inagotable energía que te regala el contacto con los jóvenes.

Pero.......al terminar el día encontraba la excusa para pasar por casa de Flor: Llevaba unos panes dulces con los que acompañar un café de media tarde; echaba cuentas del variable  tamaño de la familia para ir a cocinar un arroz a la cubana y pretextos varios por el estilo para recogerme en familia.

Esta es una de las experiencias más humanas e intensas del viaje. Penetrar en el afecto de otros, tomarles cariño y dejarse querer. Esta intimo regalo que reservamos, tímidamente, para la familia. ¿Cómo no sorprenderse con quienes te envuelven en este territorio de familia sin tener ningún título para hacerlo? Tan gratuitamente!!

Me sentí muy feliz en casa de Flor e hice cuanto pude para hacer felices a los demás. No se me ocurre mejor ocupación en cualquier día en cualquier parte.