miércoles, 16 de enero de 2013

Siem Riep/Los templos

Hace días que tengo la tentación de poner en alguna parte un letrero enorme que diga: Siam Riep. No vengas.


Reconozco que una leyenda así no tiene matices y que no seduciría a las autoridades camboyanas. Tampoco es de esperar que los turoperadores se entusiasmen con el mensaje, pero estoy seguro de que no hay riesgo de que alguno de ellos lea nada sobre mis intenciones.

Más tarde pensé, más a ras de suelo, en los ilusionados viajeros que emplean sus vacaciones y gastan un buen dinero en venir volando hasta aquí, invirtiendo también en equipo, visados y demás gastos. Esos mismos que completan un viaje de 15 horas desde Europa sin contar las escalas o 20 si es en Argentina en donde cogieron el avión. Y eso es solo la ida.

Esas bienintencionadas gentes no se merecen encontrar sobre el terreno un cartel que les anime a desistir de la visita o, peor aún, que de vuelta a casa sus familiares y amigos les pongan una cara que diga: No debiste ir.

Así me he pasado yo unos días, explorando los alrededores de esta ciudad, y de sus famosos templos, rastreando sobre mi bicicleta las desnudas miserias que los rodean. Remoloneando para conseguir engañarme y así verme más como explorador que como turista. Haciendo cálculos sobre el caudal del enorme chorro de dinero que cada día desembolsan los turistas y el inexplicable y misterioso destino de tanta ganancia. Incluso, lo confieso, he estado tentado de desdeñar la visita a cualquier templo, pero yo tampoco me atrevo a volver a casa con la soberbia de haber estado dos meses en Camboya y no haber pisado esas piedras ni tener algunas fotos que lo demuestre. No podía.


Así que, bien mirado, solo me quedaba una posibilidad: Hacer un relato aproximado de lo que le espera al turista desconocido cuando vapuleado por el largo vuelo se ve arrojado a la trepidante Bangkok. Así que nada de carteles ni de consejos. Tan solo unos minutos de lectura.

Tanto si tienes reserva de habitación como si no Bangkok te recibirá con entre una y dos horas de trayecto del aeropuerto hasta tu hotel. A la mañana siguiente bien temprano, las 5,55 si es vía tren, o las 8 para los autobuses, tendrás esas dos maneras de ir hasta la frontera de Tailandia con Camboya.

Ese fronterizo e inquietante momento se producirá sobre las 12 y me ahorro los detalles tan pequeños y numerosos como incómodos. Allí, en la frontera,  no hay capacidad ni ganas de atender bien a los 200 o más turistas que se presentan a la vez y todo el proceso de salir y de entrar durará cerca de las dos horas. Incluso es posible que el rato en que los aduaneros quieran robarte a cambio de darte el obligado visado no se haga demasiado largo.

Está bien. Son las 14 horas y ya estás en Camboya. Ahí fuera hay una mafia compleja y bien urdida de agentes de autobuses y de taxis que te esperan para tratar de sacarte el máximo dinero con la mínima comodidad para ponerte en otras 2,5 horas en el ansiado Siam Riep. No hay alternativa. Si miras detrás de las espaldas de los asaltantes solo hay una larga y polvorienta calle a ninguna parte que no es para ti.

Cuando a las 17 horas, un día entero después del aterrizaje en BKK, te bajes del autobús en tu destino verás una ciudad sin encanto alguno llena de bares, casas de masajes, agencias de viajes, pequeños restaurantes e infinitas motos y taxis para llevarte de un lado a otro. Una hora más tarde, al anochecer, el parecido con LLoret de Mar u otra localidad de turismo y cerveza ya será definitivo gracias al ruido, los luminosos y el atuendo playero que se lleva entre los foráneos una vez que se han despojado de las mochilas.

Aún estás a tiempo de contratar tu visita a los templos para mañana o dejarlo por el momento. Como sea, tu hotel te va a dar unas imprescindibles horas de cobijo. Prepara tu mente para 8 horas de excursión.

La visita a los templos está organizada como una gran procesión de vehículos, sean autobuses o tuc-tuc que llevan a riadas de gentes a los mismos lugares y al mismo tiempo, normalmente en caravana desde la ciudad, a unos 8 kilómetros de Angkor. 

Esa diversión cuesta una entrada de 20 dólares por un día más lo que cobre tu transporte. A cambio verás un extenso catálogo de piedras bien organizadas en las partes de los hermosos templos que se mantienen en pie y otras diseminadas por el suelo, a la vez que no menos de 20 orientales y algunos menos occidentales te acompañarán en todo momento disparando sus cámaras en perfecta armonía con la tuya.

Para intentas librarme de parte del espectáculo me presenté a las 5,50 de la madrugada en el templo de Bayón a riesgo de partirme la crisma manteniendo mi bicicleta sobre una invisible carretera que atravesaba la noche cerrada. Fue muy bonito ver amanecer junto a unos pocos madrugadores más. A las 8,30 la presión de las masas, sus gritos, sus fotos y todo el despliegue logístico que les acompaña ya se hizo demasiado presente. Yo mismo añadí mi figura y mi cámara a la multitud sin remedio.

He hecho mis observaciones y mis cálculos. He escrutado las caras de los trabajadores y ninguno me pareció otra cosa que un empleado mal pagado (entre 80 y 120 dólares al mes por jornadas de 12 horas), no vi a nadie con aspecto de empresario, patrón o similar. Mis cálculos indican que en esta temporada, la más alta, los visitantes diarios serán unos 6.000. Eso significa que solo en entradas se dejarán 120.000 dólares al día y al menos otros 180.000 en el resto de servicios de alojamiento y comida. No hay forma de saber a quienes va a parar todo ese dinero. Son muchos 300.000 dólares cada día para que a solo 2.000 metros de esos templos-minas de oro no haya ni luz ni agua corriente y no se aprecie ningún signo de un mejor futuro para los habitantes de los alrededores.