Salvo algún testimonio positivo la mayoría de
viajeros con los que he hablado de este país en vivo no me han transmitido
buenas impresiones. Se han sentido maltratados, al menos en algunas ocasiones, cuando
no asaltados, engañados o menospreciados. Mal asunto.
Está también el asunto histórico. Esa
contumaz
victoria de los vietnamitas sobre dos países, Francia y EEUU, a los
que yo admiro y cuyas derrotas me han conmovido. Desde Dien Bien Fu en 1954
hasta la Ofensiva del Tet en 1968. Ni el
Viet Minh ni el Viet Cong han sido nunca objeto de mis simpatías.
Así entraba yo en Vietnam hace un par de días:
lleno de prejuicios antiguos y actuales.
Mis dos días en Hué están siendo una delicia.
No solo he encontrado cordialidad en la gente sino, también, mucha simpatía,
facilidad para reír, interés y ganas de que un extraño se sienta bien aquí.
Además, los vietnamitas dan motivos continuos de sentir una sincera admiración
por ellos y su manera de desenvolverse.
Además, está el importante asunto de los
bocadillos. ¿Cómo no enterrar los prejuicios al comprobar que aquí los
bocadillos son casi tan buenos como los entrepans en Provenza esquina a Cartagena, en
Barcelona?
Hoy mientras me hacían un bocadillo camino de la costa he
invitado a brazos a un chiquillo que no ha dudado en aceptar mi oferta
sonriendo. Se llama Misa. Un vietnamita que no habrá cumplido aún un año.
Creo
que esta gente y yo, definitivamente, hemos hecho las paces.