viernes, 24 de abril de 2020

Dejando atrás Tijuana

En estos días de confinamiento, y ya van 41, dedico cada día un buen rato a ordenar mis archivos. Los encuentros más reconfortantes tienen que ver con los viajes que he hecho estos años, fotos, textos, equipajes, etc. Sucede como en las lecturas, que cierras los ojos y te transportas lejos y aparece ese sabor grato de lo vivido. Como este fragmento de mi primer día en México en 2014.




Dejando atrás Tijuana

Al despertar, aún me parecía estar en tensión mientras cruzaba la frontera y entraba con mi bicicleta en México por un incómodo torno. Pero esta era ya mi primera mañana en Tijuana y apenas tenía tiempo para acordarme del día pasado y de los primeros pasos urgentes para superar a los agentes de aduanas y encontrar mi alojamiento entre el lento tráfico de la tarde.

Elvis, mi anfitrión, me había llevado a desayunar a un puesto callejero tomando con gran interés aconsejarme sobre las reglas que tendría que observar en el país para comer sin peligro: No debía tomar alimentos crudos, ni bebidas que no estuvieran embotelladas. Haría bien en elegir puestos estables y bien nutridos de clientela, con cocineros aseados y de hábitos higiénicos. Ningún aviso parecía sobrar para alejar los riesgos de una indigestión o un trastorno aún peor.

El último gesto de mi amigo fue acompañarme hacia la salida de la ciudad. En el último semáforo quedé a solas entre camiones y carros ruidosos que atronaban el aire y revolvían sin cesar un polvo viejo y pegajoso. Subí con desasosiego las primeras rampas hacia Rosarito, bordeando las colinas yermas y sorteando las autopistas y los pasadizos que rodeaban la ciudad. Mientras descendía hacia el océano  mi pensamiento ordenaba las primeras claves del país, esas con las que comenzaba mi adaptación a California.




Algo más tarde apenas pasé rozando los márgenes de Rosarito, que ya había decidido sortear a causa de la actual dedicación turística de sus playas. Hace un siglo estas tierras organizadas en ranchos dependientes de los aguajes de La Palma, El Roble, La Canoa y otros, estaban pobladas de ganado vacuno. Mil de esas hectáreas fueron expropiadas en 1937 por el presidente Lázaro Cárdenas y entregadas a los campesinos que se organizaron en  Ejido Mazatlán, origen de la actual ciudad costera.




Los Ejidos, tan abundantes a lo largo de la península de Baja California, sirvieron al poblamiento de estas tierras en las que los campesinos compartían su tenencia de manera comunitaria. Una herencia de la Revolución que, actualmente, con 234 Ejidos y 237 comunidades rurales abarca un 72% de las tierras de cultivo de la Península en régimen de propiedad social.

Fui expulsado amablemente por el personal de la autopista que lleva a Ensenada por razonables medidas de seguridad y al momento me vi viajando cómodamente en la carretera federal tan ancha como vacía. A cierta altura sobre el mar pedaleaba hacia el sur en la tarde silenciosa sobrepasando pequeños pueblos como El Descanso, Puerto Nuevo, Primo Tapia, sin que ninguna señal me animara a detenerme. Así hasta llegar a La Fonda, cuando el sol ya había dejado de molestar hacía rato y se preparaba, él también, para el final del día.



Aún quedó tiempo, mientras ordenaba con parsimonia mi equipo, para recoger en la memoria el color de los geranios llenando los porches en sus desiguales macetas, salpicando el monótono color arena que lo envuelve todo.