Los sitios
remotos que visito por primera vez están llenos de interrogantes. Como esas
marcas que suben por la ribera del río desde el agua hasta las calles de la
ciudad de Luang Prabang. Hoy estaban en 5 metros, pero las últimas anotaciones
escalan hasta dar cabida a los 22. Cuesta creer que este poderoso río, del que
tantos otros son tributarios, alcance en los meses de verano cotas tan elevadas,
pero el viento monzón trae entonces desde el sur todas las lluvias imaginables.
Así que ahora,
en la temporada seca, el río está en sus marcas más bajas y la navegación por
él se hace difícil y necesariamente experta.
Cuando los barcos que hacen largas
travesías por el Mekong ya han hecho el embarque de todos los viajeros y de sus
bultos y todo parece preparado para que abandonen al fin el puerto es cuando
aparece el piloto. He observado le pericia de estos hombres que no abandonan en
ningún momento el timón en singladuras de más de 7 horas y que llegan a conocer
cada recodo, cada uno de los grupos de rocas, cada corriente y su empuje y cada
maniobra para dejar o coger pasajeros en los minúsculos puertos de las riberas.
Y todo ello a lo largo de más de 100 kilómetros de río.
Este río,
como todos los grandes, me cautiva. Tengo la intención en este viaje de
alcanzar el delta del Mekong, al sur de Vietnam. Acercarme en bicicleta por
alguno de los nueve brazos por los que toda esa agua se desvanece en el mar de China después de recorrer más de 4.000 kilómetros desde la meseta del Tíbet.