Esta antigua ciudad de Laos en la ribera del Mekong no tiene
ninguna posibilidad de convertirse en un destino turístico de moda.
Para ir hasta allí , viniendo desde Vientiane, hay que
parar en la ciudad cercana de Pakse, en
la ruta a las cuatro mil islas en el extremo sur de Laos, y eso es algo que
quienes ya han estudiado y planeado cuidadosamente su periplo no estás
dispuestos a hacer.
Si a pesar de eso te detienes en Pakse, aún debes acercarte
al inmenso mercado para coger una pequeña furgoneta en la que viajarás bien
apretado hasta Champasak una vez que se ha llenado por completo. Solo funciona
por las mañanas.
Al llegar y mirar alrededor puedes pensar que te encuentras
en un olvidado pueblo del oeste norteamericano. Una sola calle se extiende de
norte a sur, paralela al río, y las casas y los templos se salpican a largos
trechos. Entre ellos media docena de guest house básicas. Tan sencillas que es
posible que una vez que te dan una habitación y la pagas ya no vuelvas a ver a
los empleados y sientas, verdaderamente, que eres el dueño de la casa.
No hay atracciones turísticas en esta ciudad. Es cierto que hay el templo Khmer de Vat Phu, que,
aunque en ruinas es verdaderamente hermoso, pero está a 8 kilómetros de
distancia y, de nuevo, los viajeros bajo más de 30 grados no muestran mucho
interés por un recorrido tan largo y polvoriento. Es posible que no haya más de
10 bicicletas de alquiler.
Eso sí, está el Mekong y una isla grande en el medio de su
curso, pero no hay puente. Eso es una suerte. Tu eliges el horario y cuando
quieres pasar un encargado llama por teléfono y, al poco, aparece un barquero que carga tus bicis a
bordo y espera con paciencia a que te equilibres para iniciar una travesía
inolvidable del río que, en este trecho discurre lento, ancho y majestuoso.
La isla de Don Daeng no tiene coches y tampoco asfalto. Hay un camino
perimetral que discurre solitario hasta que a la salida de clase tropiezas con
decenas de colegiales en sus bicicletas. Puedes verdaderamente perderte,
atravesar bosques, cruzar barrancos y bordear arrozales. Incluso si tienes sed
y suerte puedes dar con un pequeño y escondido bar-tienda ribereño, tomarte una
cerveza sobre tablas y sentir la curiosidad de los lugareños devolviéndoles
sonrisas universales a cambio.
Al final de la tarde no hay servicios de transporte más que
el barquero que a la hora convenida regresa a por su gente y a por sus bicis y
las deposita con cuidado de nuevo en la otra orilla. Allí espera el final del
día con esas sombras azules que llegan desde el este.
Nuevamente el silencio. La calle sola e interminable. Las
conversaciones en voz queda. El alojamiento hecho hogar. El Mekong en su
descenso sigiloso.
Verdaderamente Champasak nunca llegará a ser atractivo para
el turismo.