lunes, 24 de diciembre de 2012

La bicicleta de Chiang Mai


Al llegar a Chiang Mai elegí mi tienda de bicicletas con mucho cuidado, como siempre, y, a pesar de que era la del alquiler más caro, con la fianza abultada y la más distante del hotel, me decidí por la tienda-taller que hay cerca de la puerta norte.

No pude negociar gran cosa con el tailandés, un tipo mal encarado y nervioso, salvo una rebaja de 10 bats diarios por llevarme la bici 4 días. Mi segundo intento para el descuento fue al volver para renovar otros tantos días. Pero no hubo manera, el precio de 70 bats al día permaneció invariable. El hombre era de ideas fijas.

Con pocas esperanzas acudí a la tienda una tercera vez, el propio día de devolución, por ver si podía retrasar la entrega de las 5 de la tarde, tan incómoda, por la primera hora de la mañana. Si, claro, me dijo el tailandés, pero tendrás que pagarme un día más. Tu alquiler es diario.

A la vista de la actitud del tipo me presenté por la tarde a devolver la bici y recuperar mi fianza de 50 euros. Es verdad que la hora de entrega eran las 17:00 pero yo llegué allí a las 17:50. Un retraso lo tiene cualquiera. La tienda estaba cerrada y así es como empezó esta historia.

Me vi allí, solo en la calle, frente a una valla de un metro setenta de altura rematada de alambre de espino y con una posibilidad cero de que apareciera nadie. Y yo, a la vista de los precedentes, no quería llevarme de nuevo la bici. Así que tenía un trabajo que hacer: poner la bici al otro lado de la valla. Daily is daily.

Merodeé por la manzana de casas, como lo haría un mendigo en busca de algo de valor, hasta que encontré una cámara vieja que até al manillar de la bici. Puse el candado en la rueda y alcé l bici por su parte de atrás hasta pasarla al otro lado de la valla. Luego solo tuve que ir soltando la cámara del manillar hasta que se depositó en el suelo perfectamente de pie. Salí de allí con alguna magulladura en los brazos pero satisfecho y con la llavecita del candado en el bolsillo.

Regresé por la mañana, a las 10, al lugar de los hechos y el tailandés debía llevar horas armando su indignación porque la verdad es que no me recibió con amabilidad. El hombre repetía, mientras alzaba los brazos imitando el sobrevuelo de la valla por la bici, que eso que yo había hecho era “not good, not good” Podía comprender perfectamente su sorpresa, así que mostré una cara de español despistado en Tailandia sin darle más importancia. Todo porque aquel hombre se relajara.

Pero no fue así. Siguió con sus aspavientos haciendo un gran drama del asunto. El tipo exageraba mucho, tanto que mi entendimiento de su inglés  no pasaba de intermitente. Llegó a un punto su ira en que le pareció que era el momento de castigarme. Así que, como quien cierra un asunto, y haciendo oscilar la llavecita del candado con su cordón me dijo la palabra mágica: Ahora me tienes que pagar 70 bats de un día.

Nunca debió haber hecho eso. Se me cambió el color y como diría mi sobrino Pedro: Más vale que le des un guantazo porque hablarle le va a resultar mucho peor. Y eso fue lo que hice: hablarle. Hacerlo sin parar en un inglés infumable pero persistente como una lluvia de monzón. Soy imbatible en ese terreno. El hombre no tenía aguante alguno y a los tres minutos empezó a cansarse y, como es natural, yo empecé a rematarle. En ese punto, cada vez que hacía el gesto de los brazos pasando la bici y el not good, not good, yo le recordaba que era la octava vez que me lo decía, la novena, la décima. Yo no tenía prisa y no me movía. El hombre iba y venía desesperado pero llegó un momento en que su mirada desolada dejó claro que renunciaba al imposible asunto de que le pagara un día más.

La victoria me reconfortó, la verdad. Incluso me dio fuerzas para la segunda batalla que se avecinaba, porque yo sabía perfectamente que se habían roto dos radios y un mecánico tailandés, aunque esté cegado por la ira, no puede dejar de verlo a la primera. 

Y así fue. Quitó el candado a la bici, la subió en su soporte y le dio una pedalada. La rueda en su inocente giro hacía ese bonito arabesco con la llanta de cuando se le han roto algunos radios.

El tailandés triunfante me enseñó los dos radios rotos y con un gesto que me pareció un poco chulo los cortó enérgicamente con un alicate. Ni me inmuté. Sabía que le había dado un buen cuidado a la bici y que esa avería es completamente normal con el uso y más probable aún con mi peso. Pero aquel hombre no tenía su día y volvió a decir la palabra mágica: Me tienes que dar 100 bats por la avería.

Yo que venía de una victoria reciente, con la mayor de las paciencias, le di su merecido: le empecé a hablar de nuevo. En inglés. Era tan evidente que no le iba a dar nada nunca que esta refriega se me hizo breve. Para él es seguro que fue un largo tormento.

En un momento me preguntó con angustia pero sin fuerza:
_¿ Entonces no me vas a dar nada?
Yo por ser asertivo le contesté:
_¿No ves que la bici no puede vivir para siempre? Hay cosas que se rompen con el uso. Entiéndelo.

Así que aquel hombre, derrotado, se llevó la mano al bolsillo del pantalón, abrió una cartera y allí estaba mi lustroso billete de 50 euros. Me lo devolvió.

Ese es un momento delicado cuando uno está en el extranjero, porque el esfuerzo de la discusión en inglés, y con dinero de por medio, me podía pasar factura y hacer que arrancara a echarle un discurso sobre lo que pensaba de su inflexibilidad, de sus aspavientos y de esa fea actitud de querer mi dinero. Y todo ello en español.  Eso si que es abrumador.

No hice nada de eso. Me di la vuelta, salí de la tienda y eché a andar por la calle pensando en otra cosa.