Aunque este en una enorme ciudad de México, como es Guadalajara, me basta salir a la calle y olisquear el aire de la mañana para ponerme en camino y conseguir el mejor desayuno local.
Un buen desayuno predice como será de afortunada la etapa del ciclista y también pone a prueba el porvenir de las habilidades del viajero. Si no se resuelve bien este lance es mejor elegir aficiones que no queden lejos de casa.
Podía haberme salido mal hoy pero no fue así. Después de un par de consultas y sugerencias rodé cinco cuadras y otras tantas, después de un giro, hasta llegar al Mercado de Santa Teresa. Este edificio de 1951 dio acomodo a los puestos ambulantes que ocupaban un descampado en un costado del barrio.
La decadencia de los mercados sucede en todas partes. Allí en donde el textil ha ocupado las paradas tradicionales como en Asia, en México han florecido puestos de comida en el lugar en el que se asentaban pollos y verduras.
He podido contar hasta 10 puestos, aquí llamados fondas, y seguramente excedían de 50 personas, llamadas doñas, las que se afanaban entre ollas humeantes. La clientela, abigarrada y silenciosamente hambrienta era incontable.
Me senté en la fonda Mariquita que me pareció la más concurrida y que lleva operativa desde 1959. Costaba elegir entre la variada comida que abarrotaba las encimeras. Me decidí por huevos a la mexicana (con verduras muy picadas) frijoles, birote (pan tierno) y café. No quedaba un asiento libre y en cuanto se desocupaba alguno alguien se sentaba de inmediato con una petición, que aquí llaman orden, precisa y muy completa del tipo: quesadillas con champiñones y chilaquiles.
En un pequeño espacio se desenvolvían 8 mujeres alrededor de una anciana que manejaba la prensa de hacer tortillas. La misma agilidad que ponían en atender las ordenes y vigilar las necesidades de los comensales la ponían en no chocar entre ellas o derramar los ingredientes de aquellos platos casi voladores.
Después de dar cuenta de mi desayuno me quedé quieto y casi invisible por algunos minutos de tregua mientras ponía mi atención en los parroquianos silenciosos, ávidos y apresurados. Las ocho mujeres, las doñas, seguían su vuelo de provisión y colecta en todas direcciones y atentas a cada gesto. Hermoso enjambre de abejas surcando un campo de hambrientas flores.