Mi abuela Asunción no dejó nunca de exigir a mi
padre la máxima limpieza en el atuendo por más que el chaval correteara en los
años 30 por las calles de su pueblo, Moreda, en el que las vías para las
vagonetas de carbón era el preferido campo de juego de los niños.
Moreda de Aller 1920 |
Así que a mi padre de nada le habría servido
aprender a limpiar. Lo suyo fue siempre no ensuciarse para pasar revista con la
“Señora” (Maestra) sin sufrir daños.
Mi padre estaba limpio a cualquier hora del
día. Pero lo que más llamaba la atención eran sus zapatos, que lo mismo volvían
impecables de un paseo dominical en la ciudad como de una larga caminata en las
caleyas de Aller.
Mi hermano Alberto llegó a sentir tanta
fascinación por los zapatos de nuestro padre que por un tiempo asumió motu
proprio la tarea, para él deliciosa, de poner en estado de revista sus zapatos.
Mi hermano lo recuerda así:
“He limpiado muchas veces los
zapatos de mi padre. Les daba crema como las mujeres lo hacen alrededor de los
ojos, con cuidado, sin hacer daño. Una crema para cada zapato, un cepillo para
cada color, una bayeta para pulir su acabado, remedo de aquellos limpiabotas
extinguidos por la prisa del mundo moderno y su desdén por los zapatos “
Yo aprendí de mi padre ese sistema de llevar
los zapatos siempre limpios por la vía de no ensuciárselos nunca. Como él decía
“basta con pisar con cuidado” Y eso es enteramente cierto. Una vez que aprendes
a hacerlo ya no tienes que pensar más en
ello y hasta las chanclas salen limpias de un camino veraniego.
Pero
hay dos excepciones: Cuando he hecho una travesía a pie por España o cuando he
abordado un viaje largo.
Este es el caso. En mi segundo viaje por Asia
llevo 84 días de periplo sin haberme limpiado nunca los únicos zapatos que tengo. Ni aquí hay
limpiabotas como en India, ni mi escueto equipaje admite apaños para los zapatos.
Como consecuencia, cada vez que miro a mis pies compunjo mi cara y confío en
que ni mi abuela Asunción ni mi padre alcancen a fijarse en ese detalle de mi
figura asiática.
Hasta hoy.
Hoy comiendo en el mercado de Battambang, una
capital de provincia del oeste de Camboya, me he resuelto a terminar con esta
situación insostenible. He buscado y comprado una crema de zapatos coreana y un pequeño cepillo.
Con la solemnidad que merece una esperada
restauración he buscado la sombra propicia de un banco de piedra y he dado lustre a mis
zapatos hasta que han quedado como a mí y a mi padre nos gusta llevarlos.
Quién dice que dentro de un rato, al final de
las correrías de la tarde, no tendremos que subir las escaleras de la casa de
Moreda de Arriba y presentarnos para la revista. Mi abuela nos echará sin falta
una mirada inmisericorde de arriba abajo pero, ahora, los dos superaremos la prueba y, como
de costumbre, nos preparará una cena deliciosa en la mesa de mármol.