Tanto ha batido mi pulso en las veredas de esta isla que ahora, como decía un poeta portugués, si que puedo decir de nuevo que una isla es como un corazón rodeado de mar por todas partes.
En solitario. Soy el único intrépido que se adentra en las matas a esas horas centrales del día en las que la búsqueda de la sombra y la quietud son obligadas reglas de salud pública. He sido perseguido en todo momento por el sol cegador que hace blanco el aire y embarga el cielo hasta casi desteñirlo.
Boipeba es casi llana, arenosa en cualquier dirección que se tome, sin carreteras y sin más motores en tierra que los que empujan a los tractores agrícolas que hacen el único transporte posible de “larga distancia” a través del suelo blando. Los trayectos cortos son para las carretillas de una rueda y propulsión humana. También hay burros y mulos con sus alforjas y, algunos, tirando de carros ligeros.
Lo que si hay es una red fina, casi transparente, como las de los pescadores de playa, que relaciona entre sí a los casi mil habitantes que viven permanentemente en esta isla. Nudos de conexión entre la gente y una voluntad tejedora de los moradores que, como costumbre, preguntan a unos por otros sin excusa ni curiosidad, sin que haya urgencia o mensaje alguno que darles.
P.D. De Boipeba se puede salir de dos maneras y ambas, naturalmente, por mar. La primera es una lancha rápida que lleva a Valenca, en el continente. El trayecto dura una hora y la tarifa depende de si se es nativo, 8 euros al cambio, o si se es no nativo 14 euros.
La otra manera es la que empleé yo. Una lancha, nada rápida por cierto, te lleva en una hora a Torinhas que es menos que una aldea portuaria en otra isla mayor que Boipeba; allí te coge al rato un autobús que, por una pista de tierra, te acerca a Valenca en otra hora y media más a través de una selva. En este itinerario de casi tres horas solo hay una tarifa de 5 euros única para todos. Solo había pobres entre los pasajeros. Es simpático el nombre de este servicio de transporte: Expreso de Boipeba
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