El encargado de preparar el desayuno es un hombre de pocas palabras que nos invitó al café persuadido de que éramos nosotros quienes habíamos protestado la noche anterior. Nada sabíamos del asunto pero fue una buena noticia.
Hay allí un pequeño patio antiguo lleno de palmeras y el suelo hecho con cantos pequeños. Lo que hoy es decoración son los aperos y útiles agrícolas que dieron sentido y una riqueza distinta a este rincón. Los aposentos más viejos, quizás de 150 años, dan a este lugar y todos están vacíos en este final del año.
Rematamos con cuidado nuestro equipaje y salimos de camino a Betis, un pequeño poblado de orígen remoto en la falda norte de la Sierra de San Bartolomé que, imagino que a causa de los fuertes vientos de la zona, está de espaldas al Estrecho.
Hay un pequeño bar en un collado por el que la carretera desciende hasta El Lentiscar. Un lugar de parroquianos ociosos y conversadores, que son mis preferidos para la discusión tan amable como divertida sobre las distancias entre los lugares de la zona y los pronósticos de la duración de una caminata. Como en cualquier parte del mundo los lugareños se sorprenden si el viajero maneja con soltura los toponímicos de la zona y no digamos si es capaz de señalar con la mano los diferentes emplazamientos. Ellos tardan un poco en caer en la cuenta de que tanto y tan inesperado conocimiento no es más que el resultado de un repaso matinal del mapa y la costumbre de memorizar los enclaves.
Bajamos sin prisa por aquel largo trecho y para nuestra sorpresa dimos con los restos de la ciudad romana de Baelo Claudia tendida al sur, en medo de nuestra ruta. El lugar nos sirvió de descanso, algún conocimiento y de comedor para nuestro tente en pié del mediodía.
Al fondo de la ensenada se veía la duna de Bolonia escalando por un pinar tupido y de un verde intenso. La carretera termina en las barreras de una batería militar inaccesible para civiles y en un pequeño grupo de casas en medio de dos calles solitarias. No había a quien preguntar indicaciones para alcanzar el Faro de Caraminal, pero la playa se dejaba sentir y pudimos alcanzarla con facilidad.
Esta costa es salvaje y desierta en su mayor parte pero, a veces, en reducidos tramos como el que sigue, se encuentra alguna urbanización que procuras atravesar cuanto antes.
El día se desvanece cuando los carteles ya anuncian el final de la jornada en Zahara de los Atunes. El pueblo, de poco más de mil habitantes, se muestra vacío al anochecer y tan dormido como su potente hostelería. Tan solo algunos locales tienen abierto un ojo, como nuestro hostal que, cerrado al transeúnte, sigue admitiendo reservas de Booking.