En Arcila hay algunas huellas escondidas que ya me señalaron de niño mis padres. Mi abuelo Ángel ocupó el Consulado de Arcila en dos ocasiones en los años 20 y algunas de sus acciones han perdurado en mi memoria de tal modo que, a la menor ocasión, vuelvo a las calles silenciosas de la medina, visito el minúsculo mercado de abastos, o me asomo a las almenas blancas que recortan el cielo cerúleo.
Minúscula frente al océano atlántico, Arcila descubre las sombras en invierno. Blanca, de calles anchas, de casas frescas y bajas se recoge en los días cortos, se guarda de la lluvia bajo los toldos de plástico de la muralla y se aprieta en el tumulto de los hombres que abarrotan los cafetines.
Arcila se asoma al fin en la tarde a que la mire el horizonte como si fuera un destello blanco.